El 7 de enero de 1856 un grupo de soldados mandados por un sargento entraron en las Cortes disparando sus armas al aire, gritando ¡mueran los constituyentes! Al general Espartero se le ordenó sofocar la rebelión. Y así lo llevo a cabo. Posteriormente, el hecho, se asegura, fue causado por la embriaguez de la soldadesca.
Seis meses después, el 14 de julio, el general Serrano, en esta ocasión, disparando cañones localizados junto al Museo del Prado, que consiguieron impactar en el Palacio de las Cortes. De nuevo, acudió el general Baldomero Espartero para neutralizar la ofensiva. Su visita a las Cortes fue breve. En definitiva, el presidente charló con el general y la Constitución de 1856 «no nació, cuando expiro».
El 3 de enero de 1874, otro general, en este caso Pavía, desde el palacio de Buenavista mandó a un coronel de la Guardia Civil hacia las Cortes. Llegó a entrar en el salón de sesiones y obligó a los diputados a desalojarlo ayudado por un buen número de soldados a sus órdenes, llegando incluso a disparar al aire.
El penúltimo caso es el del general venido a dictador por la gracia de dios (maldita gracia), Francisco Franco.
El 23 de febrero de 1981 el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina con un numeroso grupo de guardias obligó a los diputados a echarse al suelo, para esperar a una autoridad militar (por supuesto) que se hiciese con el mando de la situación. Tejero se equivocó de siglo, llegó con cien años de retraso.
Los pronunciamientos, en general, suponen «palos de ciego». El rebelde es incapaz de ver la realidad tal como es, la juzga según su visión. El sedicioso es aquel que cree tener toda la razón. Se encuentra en un estado de ensimismamiento que quiere imponerse por la fuerza sin hacer caso a nada ni a nadie. Se haya tan autoposeído de la razón que la mayoría de las veces tan sólo logra chapuzas. Grita, y grita con el deseo de que todos le aclamen como su salvador. Al leer la historia, ésta nos recuerda que son mayoría los pronunciamientos generosos, desinteresados. Las rebeliones, los pronunciamientos, se convocan en países con vacíos de poder; y ese poder, generalmente, se encuentra en los cuarteles.
La historia de España está plagada de pronunciamientos periódicos; hemos sido un país políticamente con poca inteligencia siempre a causa de su falta de desarrollo.
Retomo el intento de golpe de Estado del 23F. No tengo intención en escribir la trama del pronunciamiento. Sostengo que fue un «autogolpe» que quiso disfrazarse con la palabra engañosa de la «reconducción» añadiéndole el factor sorpresa. El recurso de casación que se pidió al Tribunal Supremo dictó una sentencia que empeoró las cosas aún más. Los magistrados quisieron dejar libre de sospechas la figura del Rey. Hago mías las palabras de Tejero en su alegato final ante el Tribunal Supremo de Justicia Militar cuando con voz tranquila y escuetamente dijo. «¡Qué alguien me explique lo del 23 F!».
La persona importante y salvadora fue la del general Sabino Fernández Campos, a la sazón secretario de Juan Carlos I; quien, no dando crédito a los acontecimientos y a la actitud nada firme del Rey, no tuvo por menos que recordarle a éste, cómo había perdido el trono su yayo, Alfonso XIII; apoyando sin condicionamientos la dictadura del general Primo de Rivera.
Daré fin al escrito con unas palabras del imprescindible señor Anguita, don Julio, a las que me sumo, con cada vez menos dudas, cuando contemplo con perspectiva la «otra biografía» completa del emérito: «El golpe del 23F triunfó; consiguió el cien por cien de sus objetivos, lo organizó el Rey, que al final salió reforzado porque supuestamente es él quien lo para. El PSOE entra en el 82 en el gobierno totalmente disciplinado, los sindicatos mayoritarios firman por primera vez juntos un acuerdo con la patronal, se firma el desarrollo autonómico, entramos en la OTAN, se paran las exhumaciones en las fosas, subimos el presupuesto a los militares y, encima, la población española vuelve a tener miedo».
El día 11 de septiembre de 1973 en Chile se produjo un golpe de Estado contra el presidente constitucional, Salvador Allende. Se levantó en armas el general venido a dictador, Augusto Pinochet. Hubo víctimas mortales, el presidente Allende entre ellas.
El señor Benedetti, don Mario, escribió el poema de hoy, le puso el título «Allende», en referencia al presidente Allende.
Los signos de puntuación los ha colocado un servidor para una mejor comprensión del poema. Don Mario se servía poco de ellos.
Para matar al hombre de la paz,
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla.
Para vencer al hombre de la paz,
tuvieron que congregar todos los odios
y además los aviones y los tanques.
Para batir al hombre de la paz,
tuvieron que bombardearlo, hacerlo llama,
porque el hombre de la paz era una fortaleza.
Para matar al hombre de la paz,
tuvieron que desatar la guerra turbia.
Para vencer al hombre de la paz
y acallar su voz modesta y taladrante
tuvieron que empujar el terror hasta el abismo
y matar más para seguir matando.
Para batir al hombre de la paz,
tuvieron que asesinarlo muchas veces,
porque el hombre de la paz era una fortaleza.
Para matar al hombre de la paz,
tuvieron que imaginar que era una tropa,
una armada, una hueste, una brigada,
tuvieron que creer que era otro ejército,
pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques, más rencores,
más bombas, más aviones, más oprobios,
porque el hombre de la paz era una fortaleza.
Para matar al hombre de la paz,
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla.
Para vencer al hombre de la paz
tuvieron que afiliarse para siempre a la muerte,
matar y matar más para seguir matando
y condenarse a la blindada soledad.
Para matar al hombre que era un pueblo,
tuvieron que quedarse sin el pueblo.