Paradójicamente, al «jefe» le saldría más a cuenta cobrar por horas. Más de tres horas y media de rock en estado puro, casi sesenta mil devotos entregados en el Camp Nou y una banda que sigue haciendo filigranas con sus instrumentos. Y la voz, esa voz de Springsteen única, la voz del rock, marcada por el carácter afable de quien ya no tiene ni que imponer, ni demostrar nada.
El concierto fue trepidante en su primer tramo, pasando después por momentos hasta muy íntimos, y con una hora final donde brilló su álbum «The River». La última media hora, un puro apoteosis, y el estadio viniéndose abajo de manera irremediable.
La iluminación, buena. El sonido, típicamente rockero, sin grandes alardes técnicos, probablemente como tiene que sonar el rock: sin descafeinar, en bruto. La organización, perfecta. En conjunto, una pasada.
El de New Jersey es uno de los grandes porque lo merece. Por tesón, por fuerza, por calidad, porque da lo que tiene, y lo que tiene le gusta a la gente. Al menos, a muchísima gente. Así ha sido desde hace décadas, y en cada concierto se muere por ofrecerlo a los que pagan por disfrutar a su lado.
El directo de Springsteen es una experiencia fantástica. Apenas respira entre canción y canción, hace reír y llorar a su guitarra, es cercano, muy cercano a sus fans, y se acompaña de músicos que la edad ha convertido en virtuosos. Es todo un espectáculo, en toda la extensión de la palabra. Al final, casi te dan ganas de bajar y decirle «anda, vete ya», porque es incapaz de negarle otra canción a su público.
Por eso, Bruce es y siempre será EL JEFE.