Etapa 1 – 23 de abril de 2018
Sobre las 6:30 horas me despierto con un ruido suave de cremalleras, un sonido que, con el tiempo, se hará repetitivo y familiar cada mañana. Los otros tres ocupantes están ya levantados, y me apresuro a hacer lo propio.
Me aseo, y preparo mi mochila con cierta torpeza. Meto y saco cosas, no sé bien cómo colocarlo todo, pero, finalmente, consigo cerrarla. Tengo la intención de salir con mis tres compañeros de habitación.
Salimos a la calle. Es de noche, y una leve llovizna me roza la cara. Oviedo está neblinoso, y las luces más lejanas se difuminan entre la bruma. Espero no tener que ponerme la capa impermeable, algo que, por experiencia, sé que es engorroso, tanto para ponerla, como para andar con ella.
No sé cómo, pero me he descuidado unos segundos, y cuando llego a la puerta exterior del recinto, ¡ya no veo a los que iban a ser mis compañeros! Bueno, como me sé el camino, emprendo la marcha en solitario.
Cuando llego a la catedral, todavía no ha amanecido. Me dirijo al punto de inicio, y voy siguiendo las conchas que hay en el suelo. En cada cruce, hay una. La señalización es perfecta, y guía al peregrino hasta las afueras de Oviedo. Antes de abandonar la ciudad, desayuno con contundencia en un bar.
Casi fuera de Oviedo, me encuentro con dos peregrinas de Polonia. Ela, y una compañera, cuyo nombre no recuerdo. Tras hablar un poco con Ela, que domina perfectamente el español, porque vive en Méjico, sigo a mi ritmo y las adelanto.
Sorprende salir de una ciudad como Oviedo y, a los cinco minutos, tener la sensación de estar enmedio de los valles asturianos. Apenas si hay transición entre el asfalto y los verdes pastos, donde las vacas protagonizan el paisaje.
Me encuentro fuerte, aún subiendo las primeras y empinadas cuestas que me conducen hasta la capilla de El Carmen, donde coincido con una pareja de ukranianos: Olga y Visalis. Alli estampamos nuestro segundo sello en la credencial, que se encuentra en un armarito, a disposición de los peregrinos.
La jornada me lleva por zonas variopintas: valles, montañas, bosques, ríos… El Escamplero es un alto muy fuerte, y llegar arriba se hace duro. Las piernas todavía no están hechas para tanta dureza, y se me resienten un tanto, aunque se recuperan en el descenso. Voy disfrutando, a pesar de ir solo, y me siento eufórico contemplando los paisajes, oyendo los sonidos del agua y los animales, oliendo los olores a hierba, a flores, a humedad…
A unos kilómetros de Grado, conozco de pasada a Javier, de Santander, y coincido con mis tres compañeros de habitación. Pensaba que iban delante, pero resulta que no, que eran ellos los que iban detrás. El caso es que llegamos juntos a Grado, y me indican que quieren comprar comida para cenar. Sin embargo, a pesar de ser lunes, comprobamos que todas las tiendas están cerradas… ¿Qué ocurre?, nos preguntamos… Veo abierta una pequeña panadería, donde me informan de que en Grado se celebra cada domingo un importante mercado, por lo que los lunes, todo el comercio cierra. Después de comprar algunas cosas en la panadería, informo a mis compañeros sobre lo que me ha dicho la dependienta, y me entienden perfectamente… lo que me deja muy satisfecho. ¡Nivelazo de inglés el mío!
Me encuentro cansado, y me duelen un poco los pies, que achaco a la intensa jornada. Dudo entre quedarme en Grado, que tiene nuevo albergue, o continuar hasta San Juan de Villapañada, que está a unos 6 Kms., pero de subida, si mal no recuerdo. Bueno, por un poco más, no me va a pasar nada… así que sigo.
No recordaba mal. El trayecto de Grado a San Juan de Villapañada puedo definirlo, sin temor a equivocarme, como durísimo. Se trata de una subida infame, continua, sin respiro alguno. Tardo alrededor de hora y media a subir las inmisericordes rampas, que se hacen más pesadas después de los 25 intensos kilómetros recorridos hasta llegar a ellas.
Por fin, alcanzo el albergue. Cuando llego, me da la impresión de que está cerrado. Incluso, veo en la puerta un cartel con el número de móvil del hospitalero, pero cuando me dispongo a llamar, me doy cuenta de que la puerta no está cerrada con llave. Entro y me encuentro a un solo peregrino: Perpetuo, de Vitoria.
Doy por hecho que ya no llegará nadie más. Me ducho, pero cuando termino de arreglarme, aparecen mis compañeros de habitación. Poco después, llegan más peregrinos… ¡hasta un total de 14!
El goteo de caminantes ha formado un nutrido grupo en el albergue. Americanos, polacas, danés, filipino, alemán, argentinos, un español, una venezolana…
Esta última, la venezolana, se llama Juliana. Lleva ampollas en los pies, y está bastante fastidiada. Necesita pinchar la ampolla y pasarle hilo, pero no lleva aguja, así que le doy la mía. Pienso que no la necesitaré. Hecha la operación, con la ayuda de Perpetuo, llega el hospitalero Domingo, todo un personaje…
Domingo nos pone firmes a todos. Sin mediar palabra, saca las botas a puñados de las habitaciones, así como los bastones, las toallas… Como un general, empieza a dar órdenes: hay que colgar las toallas fuera, en el cubierto, las botas a la entrada, y también los bastones… De tres en tres, toma nuestros datos, nos sella la credencial y nos cobra. En ese orden, y no otro… Luego, lecciones básicas para el Camino, las rutas, los sitios para comer,… Después, nos hace macarrones para todos. ¡Olé! Picantones, eso sí, lo que provoca que abramos varias botellas de vino. Mientras cenamos, Domingo monta un tenderete de cuerdas por encima nuestro, y pone a secar la ropa de la colada…
Para terminar la jornada, Domingo descubre que es el cumpleaños del americano: 68 años. No sé de donde, pero saca 4 magdalenas, que coloca en un plato, ¡y velas! Todos le cantamos el Happy Birthday… La verdad es que Domingo se hace de querer.
Hoy, sin duda, ha sido un día muy especial.
La Gente
La gente que vive en torno al Camino Primitivo es sencilla, pero muy amable y hospitalaria. Ya el primer día tuve oportunidad de constatarlo, cuando en un par de ocasiones en las que dudé sobre qué dirección tomar, salieron corriendo a la calle, o se asomaron a la ventana, para indicarme la correcta.
En un bar pequeñito, enmedio de un par de casas, paramos en una ocasión a tomar un poco de queso y chorizo para reponer fuerzas. Había una caja registradora muy antigua. Yo, por dar conversación a la señora, le pregunté con curiosidad, «¿Cuántos años tiene la caja, señora?» La respuesta fue contundente: «¡Muchos!». Y siguió a lo suyo. En eso, empezó a llover. Quise probar suerte de nuevo, a ver si la señora hablaba un poco más… «¿Cree que parará pronto de llover…?» Su respuesta fue como la de quien responde a un nene pequeño: «¡No lo sé!». En realidad, ambas respuestas fueron sinceras, y tampoco admitían discusión, por lo que terminamos… y nos fuimos sin tratar de decir más tonterías.
Toda la gente que encontré trató de ayudarme si lo necesité. Desde gente en la calle, hasta dueños de bares, o dependientes de tiendas. Una actitud que se agradece mucho cuando vas caminando tantos kilómetros, a veces en malas condiciones.