El conflicto palestino-israelí es uno de esos callejones sin salida donde el bien absoluto escasea, y el mal se deja ver en ambos lados.
Yo tengo una postura más bien israelí. Esto significa, primero, que me tengo por persona realista, y los palestinos no me lo parecen. No comparto lo que los enemigos de Israel entienden como condición de necesidad para su victoria: que el Estado de Israel desaparezca; una Palestina from the river to the sea. Tampoco sé si la solución de los dos Estados sería buena, porque sospecho que entre ambos estados estallarían también las guerras y que las empezaría la parte árabe, pero tal vez sería un buen inicio. De cualquier forma, ni la Autoridad Nacional Palestina ni por supuesto Hamás y el resto de grupos fundamentalistas han aceptado jamás la existencia de Israel en una parte del territorio.
Las razones nativistas que utiliza la causa palestina tienen tanto fundamento como las de cualquier otro nacionalismo: desde mi punto de vista, ninguno. Antes de la fundación de Israel no existía allí un país llamado Palestina que los judíos conquistaron a sangre y fuego, sino un protectorado británico donde convivían árabes, cristianos y judíos; y antes, un territorio más del imperio otomano, que fue dueño de esa tierra por cuatrocientos años. Lo que pasó tras la marcha del Reino Unido se ha repetido en otras partes del mundo: la descolonización británica ha causado guerras en todas partes, pero la cuestión es que la mayor parte de ellas se resolvieron. No es el caso de Palestina. El reparto de tierras entre judíos y árabes, que antes no habían vivido nítidamente separados, se decretó por cupos de población. Esto provocó desplazamientos étnicos, voluntarios y también forzosos, con una gran diferencia: los judíos que vivían en lo que ahora era zona árabe pasaron a ser ciudadanos de primera en Israel, mientras que muchos de los palestinos de zona judía fueron desplazados a campamentos de refugiados y hoy siguen esperando casa, por insólito que parezca.
Pero ¿qué casa? La creación de un Estado palestino se vio quebrada cuando Egipto y Jordania atacaron a los nuevos vecinos y se quedaron con tierras destinadas a los palestinos. En los veinte años siguientes ninguno de estos países movió un dedo por culminar el proyecto de la patria y luego, cuando trataron de echar a los judíos al mar, Israel venció y le arrebató a Jordania la parte norte (Cisjordania) y a Egipto la parte sur (Gaza y Sinaí). Tras años de dominación israelí, de intifadas y respuestas brutales del ejército, el Estado judío terminó por devolver las tierras a la Autoridad Nacional Palestina, pero empezó el problema de los colonos sionistas y, para colmo, estalló la guerra civil entre los integristas religiosos de Hamás, que se quedaron con Gaza, mientras Cisjordania seguía en manos de los nacionalistas.
POSDATA.- En esta narración tan escueta y precisa que desarrolla Juan Soto Ivars sobre el conflicto palestino-israelí, se desprende que ni los buenos son tan majetes ni los malvados son tan abyectos.
En este escrito, el señor Soto Ivars lo que explica, sirviéndose de hemerotecas y de los libros de historia que tendrá encima de su mesa, es la sucesión de hechos que llegan a fecha de hoy.
De manera objetiva, sostengo que el trato que el ejército judío tiene hacia la población civil árabe palestina es de genocidio, sin paliativos. Pase lo que haya pasado, no es de recibo manifestar tanta crueldad demostrada y gratuita durante tanto tiempo.
Traigo la inevitable y siempre imprescindible poesía del uruguayo señor Benedetti, don Mario. Del libro de poemas «Letras de Emergencia» escrito entre 1969-1973, el poema titulado: «Oda a la pacificación». En sus versos mantiene la metáfora sobre aquellos países autonombrados «Vigías de Occidente» que se prestan a invadir países so pretexto de pacificarlos, cuya única intención es sacar un suculento beneficio económico de esa invasión.
No sé hasta dónde irán los pacificadores con su ruido metálico de paz,
pero hay ciertos corredores de seguros que ya colocan pólizas contra la pacificación
y hay quienes reclaman la pena del garrote para los que no quieren ser pacificados.
Cuando los pacificadores apuntan, por supuesto, tiran a pacificar
y a veces hasta pacifican dos pájaros de un tiro.
Es claro que siempre hay algún necio que se niega a ser pacificado por la espalda
o algún estúpido que resiste la pacificación a fuego lento.
En realidad somos un país tan peculiar
que quien pacifique a los pacificadores un buen pacificador será.