La frase la dejó caer una tarde Juan Luis Cebrián con una resignación socialdemócrata: «Vamos a tener que ir acostumbrándonos a vivir en un mundo sin maestros». El antiguo editor de lo que una vez fue el hegemon mediático español se refería al fenómeno más notable de la última década: la destrucción de la figura del experto; derribado de su pedestal, como las estatuas de Colón, Washington o Hume. El periodista degradado a tuitero, el tiktoker convertido en preceptor, el parlamentario reducido a palmero, el influencer encumbrado como oráculo, el científico homologado al curandero y cualquiera elegido presidente del Gobierno.
Flotamos en la era de coaching, las matemáticas socioemocionales y la política Pantene. El conocimiento, la experiencia y el mérito; los hechos, la ley y el esfuerzo: los pilares del progreso han sido arrumbados como si conformaran un canon caduco, el fascista mundo de ayer. Lo que importa ahora son MIS opiniones y, sobre todo, MIS sentimientos; el incandescente, fluido, autodeterminado y determinante YO. Una erupción, por no decir un eructo.
El penúltimo capítulo de este proceso de aniquilación de toda jerarquía ética, estética e intelectual es la mutación del viejo Estado de Bienestar en un posmoderno Estado de los Cuidados. Ya no basta con ofrecer a los ciudadanos unos parámetros objetivamente insostenibles de protección social. Lo que merece y exige el votante-Rey, mi bebé, es una atención permanente y obsesiva. Mimos. El resultado es una sociedad de párvulos a perpetuidad, seres sintientes, apenas humanos en cuanto carecen de espíritu crítico o capacidad para razonar. Es la regresión del individuo no ya al fondo oscuro de tal o cual tribu–, sino al útero materno –una refutación de la biología–, como si fuera posible. Sobre todo, como si fuera deseable. Solo hay una cosa más paralizante para el pleno desarrollo de una persona que el Papá Estado: el Estado Mami.
Nunca se había politizado tanto la ignorancia como ahora. Nunca la ideología dominante había hecho del «¡muera la inteligencia!» una consigna moral. Esta es la insólita pirueta; la de una izquierda que ha dejado de reclamarse dueña y hasta sinónimo de La Cultura –así a la francesa, con mayúsculas—para reivindicar la estupidez como el derecho y el fracaso como un mérito. Como alternativa propone estigmatizar el éxito y aumentar las subvenciones. No es una guerra cultural, sino una guerra contra la cultura.
Josep Pla definió la juventud como «una edad siniestra». Y eso que aquellos eran tiempos de posguerra y pobreza. Es decir, de madurez a la fuerza. Qué diría de la generación millenial. O de la Z. Sobreprotegidos, hipersusceptibles, raudos en la invención de agravios y reacios a la asunción de riesgos. Hay que ahorrarles farfolla y frustraciones. Enseñarles no qué pensar, sino simplemente a pensar. Para que huyan del victimismo, que es la moderna modalidad de la servidumbre. Para que comprendan que la conservación y la transgresión muchas veces coinciden, y que las formas sujetan el fondo. Para estimular su espíritu crítico y rearmarles frente a la realidad, ella sí es una maestra implacable. La jerarquía existe, la verdad importa y la valentía es imprescindible.
Ahora que la condición de adulto se confunde con la ausencia de ideas, ahora que la tecnocracia se presenta como alternativa a la devastación cultural provocada por la izquierda.
«Jóvenes, háganse dueños de su propio destino y contribuyan, también, a su mejor destino colectivo».
POSDATA.- El escrito de hoy es una transcripción-resumen del prólogo escrito por Cayetana Álvarez de Toledo al libro de Albert Boadella «Joven, no me cabree».
La canción de hoy pertenece al chileno Víctor Jara, nacido el 28 de septiembre de 1932. Asesinado el 16 de septiembre de 1973 por orden del dictador Pinochet. La tituló «¡Basta ya!». Un sencillo alegato de la lucha de clases.
Al vaivén de mi carreta
nació esta lamentación,
compadre ponga atención
que aquí empieza mi cuarteta.
Cuando llegaré,
cuando llegaré al bohío.
Se acerca la madrugada,
los gallos están cantando,
compadre están anunciando
que se acerca la jornada.
Triste vida la del carretero
que anda por esos cañaverales
sabiendo que su vida es un destierro,
se alegra con sus cantares.
Trabajo para el inglés,
trabajo de carretero
sudando por un dinero
que en la mano no se ve.
¡Basta ya, basta ya
que el yanqui mande!
El yanqui vive en palacio,
yo vivo en un barracón,
¿cómo es posible que el yanqui
viva mejor que yo?
¿Qué pasa con mis hermanos
de México y Panamá?
Sus padres fueron esclavos,
sus hijos no lo serán.