Impresiona atravesar la puerta de hierro del campo de concentración de Dachau, a menos de 15 kms. de Múnich, en la que puede leerse la inscripción «El trabajo os hará libres». Aún siendo una visita turística, la sensación es sobrecogedora.
El campo de concentración de Dachau, posteriormente convertido en campo de exterminio, fue el primero que construyeron los nazis, y sirvió de modelo para el resto. Se levantó sobre una antigua fábrica de armas en 1933 y estuvo 12 años en activo, hasta la liberación por parte de los americanos el 29 de abril de 1945. Su primer comandante, Theodor Eicke, creó la estructura organizativa y diseño las sádicas reglas de funcionamiento. Este campo también se utilizó para entrenar a los soldados de las SS, con el objetivo de que llegasen a ser insensibles al dolor y al padecimiento ajenos, a la vez que se trabajaba en perfeccionar métodos de violencia y tortura. Su trabajo, en este sentido, fue impecable… El horror que se vivió en aquel lugar, como en tantos otros semejantes, fue indescriptible. Se estima que pasaron por alli unos 200.000 prisioneros de toda Europa (políticos contrarios al régimen nazi, judíos, gitanos, comunistas, testigos de Jehová, homosexuales, delincuentes comunes, etc.), de los cuales murieron asesinados, oficialmente, 41.500, aunque la cifra podría ser mucho mayor, ya que una cantidad indeterminada de muertes de judíos y gitanos no se registraron. Unos 600 españoles estuvieron alli, de los cuáles sólo sobrevivieron 260.
Tras acceder al recinto, te encuentras con un enorme patio que servía para pasar revista a las cinco de la mañana, antes de realizar trabajos forzados hasta las seis de la tarde. Enfrente, los barracones, aunque actualmente sólo están en pie unos cuantos, que se pueden visitar, y del resto permanecen los cimientos. Los barracones que se visitan muestran los camastros de madera donde se hacinaban los prisioneros, las taquillas,… En Dachau también se realizaron experimentos médicos de todo tipo con prisioneros. Alrededor de un centenar murieron directamente de estas prácticas llevadas a cabo por el doctor Sigmund Rascher. Este sádico «médico» experimentó los efectos de la congelación en humanos o simulaba grandes alturas con cámaras de baja presión, todo ello con la excusa de realizar avances médicos para los soldados del frente. Desde luego, estos experimentos sólo sirvieron para crear un gran sufrimiento y matar a muchos reclusos.
Espeluznante es acceder a los crematorios, junto a la cámara de gas (aunque en Dachau, al parecer, la cámara de gas no llegó a utilizarse). Tuvieron que ampliarlos con otro edificio porque el ritmo de muertes superaba la capacidad de cremación, por lo que existen dos crematorios distintos. Los prisioneros que se ocupaban de quemar los cadáveres eran asesinados cada poco tiempo. En Dachau se mataba, fundamentalmente, a tiros. Se ejecutaban, en ocasiones, a miles de personas en un corto espacio de tiempo, y a los crematorios también llegaban habitualmente cadáveres de reclusos muertos tras torturas inhumanas. Estar en las salas donde se amontonaban los cuerpos sin vida a la espera de ser calcinados pone la piel de gallina.
Hoy en día se levantan en el mismo campo de Dachau varios edificios religiosos: la Capilla de la Agonía de Cristo, la Iglesia Evangélica de la Reconciliación, el Monumento conmemorativo judío, el Convento de Carmelitas y la Capilla Ruso-Ortodoxa.
Alemania ha mantenido en pie estas instalaciones, y pueden ser visitadas por todo el mundo. Se ofrecen los datos y la información tal y como ocurrió, y ni se suavizan, ni se esconden. Pero llama la atención que los alemanes de entre 30 y 50 años, en especial, se muestran confusos ante lo que ocurrió hace 80 años en su país. Tristes, incluso avergonzados, pero fundamentalmente faltos de una explicación a semejante horror. «¿Cómo se pudo engendrar el holocausto en mi país?», se preguntan. La pregunta se queda en poco más que una mueca de asombro, de incredulidad, de profundo estupor. No es que sea una conversación incómoda para ellos cuando surge, es que, simplemente, se quedan sin argumentos para explicar nada.
Alemania es el país que más refugiados ha acogido en los últimos tiempos. Es fácil de entender… El sentimiento de culpa que arrastran las nuevas generaciones incita a la solidaridad, a un giro radical respecto a una parte negra, muy negra, de su historia. Aunque surgen movimientos extremistas, como en todas partes, la mayoría de alemanes ha aprendido la lección. Miran hacia adelante, trabajan duro y apuestan por una Europa unida.
El problema es que en estos momentos, a esta hora, a las puertas de Europa existen otros campos de concentración. Allí no se mata con pistolas, pero se mata con frío y con hambre. Se mata con vallas y con señales de STOP. Y todos matamos un poco cuando miramos hacia otro lado…
Miguel Llorens