De obligado y normal, antes de escribir acerca del tema que he seleccionado, me paro, hago y busco historia del mismo; ya saben, para intentar no golpearme con la piedra otra vez. Lo primero que me ha llegado es «El Capital» (1867) de Karl Marx, editado por Friedich Engels.
Una curiosidad histórico-paradójica: este libro, en Rusia en 1917 estaba dirigido a los burgueses y no a los proletarios, como se pudiera adivinar. Intentaba iniciar un tiempo capitalista para que los trabajadores no tomaran directamente el poder, deberían de pasar primero por el capitalismo para desembocar posteriormente en un socialismo. El imprescindible señor Anguita, don Julio, afirmaba: «Para llegar al socialismo es imprescindible sufrir y pasar por el capitalismo».
Hoy, su lectura no nos acerca al capitalismo del siglo XIX, nos acerca más bien al del XXI, tal y cómo se comportan las altas finanzas, las repetidas crisis del capital desembocan en innumerables despidos de trabajadores. En su libro afirma, de manera categórica, no ver el fin del capitalismo, éste siempre supera sus muchas crisis con más capitalismo. Donde se destruye, además de productos ya elaborados, las mismas fuerzas productivas que los han producido. A esto, se le suele llamar sobreproducción: demasiada industria, demasiado vicio o consumo incontenido, mucha tecnología incontrolada que provoca, por desgracia, la destrucción de ingentes toneladas de aparatos tecnológicos desechados junto a toneladas y toneladas de alimentos desperdiciados, mientras hay millones de personas en la indigencia. Todas sus crisis las resuelve ampliando los mercados con soluciones inmediatas, que ocasionarán graves problemas en un futuro laboral y medioambiental.
Un poco de más historia. Aquí, en suelo patrio, cuando murió el dictador Franco, la oligarquía aceptó de manera «formal» la democracia. Una burguesía expectante que percibía jubilosa la nueva Comunidad Económica Europea. Obligando a los nuevos políticos, a que cuantos menos contenidos reales tuviese la Constitución, mas sería de su agrado. Mucho simbolismo, poco pragmatismo.
Un último hito histórico. La caída de Wall Street en 2008 supuso para el capitalismo talibán, lo que la caída del Muro de Berlín en 1989 le ocurrió al comunismo integrista. Tampoco se puede afirmar que la clase obrera sea la misma que la de hace treinta años. Ni en bienestar, ni en intereses.
La economía le ha proporcionado el visto bueno y las bendiciones al capitalismo. Las multinacionales que olfatean con destreza donde se encuentra el dinero especulativo, ante posibles crisis futuras, han lanzado su abultada tesorería hacia nuevos mercados: tierras, semillas, maquinaria, abonos y pesticidas agrícolas. Obteniendo sustanciosos beneficios, como casi siempre, pisando los derechos y los riñones de los que están al otro extremo de la cadena. Si la competitividad (maldita palabra) fuese muy agresiva, para conseguir los mismos beneficios, los magnates hacen lo más fácil, lo que llevan haciendo siglos: reducen el salario de sus trabajadores. (En otra ocasión les relato, en primera persona, una extensa y detallada anécdota agresiva y humillante. Que no se me olvide).
Hay una cuestión que me saca de quicio: la absoluta indiferencia de la clase peatonal hacia los delitos económicos. Los toleramos, incomprensiblemente los votamos, nos sumamos a su complicidad. Y en el colmo de la agresividad manifiesta, hacemos un chiste o un vago lamento, siempre apoyados en la barra de la tasca de la esquina.
Los empresarios, en las entrevistas de trabajo ahora no requieren de personal especializado en un área determinada; tan sólo precisan de personas multifuncionales que hagan de todo en todos los lugares de trabajo. Resultado: más ahorro de nóminas, menos calidad. Siempre lo mismo.
El vademécum del capitalismo actual intenta inculcarles a los empresarios que, más que fabricar productos, produzcan marcas. Prosigue en su enseñanza, que lo más incómodo para las empresas es tener fábricas y, encima tener que fabricar. En el mejor de los casos deben deslocalizar la empresa o buscar subcontratas. Insisten, que deben solo invertir en patrocinar eventos, hacerse grandes y mucha, mucha publicidad.
Escribamos sobre las empresas del sector servicios. La nueva, única y potente industria esclavista española. Estos patronos, pagan a sus empleados unos jornales que no les permiten sobrevivir. Los amos alegan, sin vergüenza, que esos empleos son buenos, pero para personas que no los precisan de verdad. No se dejen abrigar, benditos lectores, cuando intenten adoptarles como si fueran de la familia del patrón; si caen en la trampa, les explotarán sin misericordia, pero con mucho cariño. Nunca se le debe pedir a un empleado, que trabaje como si la empresa fuese suya. No lo razonaré por su obviedad. Nunca, es un grave error.
Pongo un ejemplo que he leído en algún libro: en un bar lo que le debe de quitar el sueño al dueño, no es el sueldo a pagar a sus empleados; sino la clientela que entre. Si el personal clientelar cobra sueldos dignos les permitirán consumir en su bar. No tengo por menos que adjetivar de miserables a aquellas empresas que ingresan un millón de euros, y se agarran de los pelos, enfurecidos, por estar obligados a pagar un 2% más de impuestos.
Concluyo, informándoles del sistema que opera en Francia con el que los autónomos cumplen con sus deberes para con la Administración: no existe una cuota fija, los tramites se acercan a la sencillez, presencial y online, se paga en función de lo que se factura, mensual o trimestral. Chimpún.
En 1964 el poeta comprometido con la realidad social Gabriel Celaya (1911-1991) escribió el poema «La poesía es un arma cargada de futuro». Al que años más tarde, el añorado cantautor Paco Ibáñez le compuso la música.
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
más se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
que golpea las tinieblas.
Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades;
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades,
amorosas crueldades.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos, dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales, que lavándose las manos
se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido,
partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren.
Y canto respirando. Canto y canto y cantando
más allá de mis penas,
de mis penas personales, me ensancho,
me ensancho.
Quiero daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso, con técnica, que puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España,
a España en sus aceros.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo.