NOTA PRELIMINAR.- Este artículo lo publiqué hace años. Es casi como una segunda parte del que escribí la semana pasada, titulado: «La inmigración, ¿de cualquier manera?»
Ayer noche, se desarrolló un reportaje en la televisión en torno a la mayor Oficina de Empleo Ilegal y Consentida que existe en España. Es clandestina, porque no se ajusta a derecho en ninguna de sus facetas y, además, es bendecida y tolerada por todos las patronales, sindicatos y gobiernos constitucionales y constituidos que han mandado en España.
Está ubicada en Madrid, puntualmente en la gran plaza Elíptica. En ese maldito y desgraciado lugar concurren todos, todos, todos los días del año y, desde hace mucho, multitud de desempleados, pobres, inmigrantes con o sin papeles y demás desheredados, con el necesitado deseo de trabajar un jornal.
Yo, en persona, lo he comprobado en varias ocasiones. Estos pobres desgraciados se sitúan alrededor del borde de dicha plaza, y esperan a que lleguen las numerosas furgonetas conducidas por «honrados emprendedores», «modélicos padres de familia, autónomos» y demás personal patronal necesitado de mano de obra barata, esclava y silente; esperando que estos «furtivos contratadores», tengan la malvada gentileza de señalarlos como «elegidos».
El modelo de contratación es similar al que se producía hace cien años por los terratenientes y caciques en España: «si te portas bien, te pagaré».
Hace demasiados años, me quedé sin empleo. Como es consecuente, me dirigí a la Oficina de Empleo para solicitar ayuda; en ese momento, me ofrecieron el único empleo inmediato de que disponían: trabajador agrícola. Como cualquier persona necesitada de un jornal, lo acepté sin más. Me dieron un teléfono de contacto donde me señalarían el sitio y hora para recogerme. Allí me encontré puntualmente, y al cabo de dos horas no apareció nadie para llevarme al tajo. Me puse en contacto con ellos, se disculparon ofreciendo la excusa de la avería del vehículo, asegurándome que al día siguiente estaría reparada. Por segunda vez, la misma puntual operación por mi parte e idéntico desengaño como el día anterior. Conversación telefónica e igual disculpa por su parte.
Por fin, al tercer día me pude subir a la furgoneta junto a otros cuatro españoles en la misma situación; sin mediar firma de contrato alguno, nos colocaron en la plantación a recolectar lechugas, informándonos que el término de la jornada laboral era a consideración de ellos y que ésta comprendía siete días a la semana; ofreciendo la puntual y ventajosa oferta de abandonar el trabajo antes de empezar. Los cuatro la rechazamos.
Un encargado árabe gobernaba la cuadrilla, compuesta de otros veinte árabes, indios y sudamericanos, tan solo nosotros españoles. Al cabo de varias horas de arrancar lechugas, se dio por concluida la jornada, informándonos de manera particular a los cuatro españoles de que nuestros servicios ya no eran necesarios en un futuro, a lo que el encargado, increpado por uno de nosotros, masculló: ¿españoles? ¡No! Tuvimos que regresar a casa sin cobrar, andando y en auto-stop porque los canallas de ellos alegaban que no disponían de coche hasta por la noche.
Asombrado e indignado, me dispuse a reclamar en la Oficina de Empleo; el funcionario de turno, incomprensiblemente, con deliciosa amabilidad, me hizo partícipe de su extrañeza en cuanto a la petición de esa empresa de tantos puestos de trabajo (más de cien). Me solicitó que le hiciera un escrito, describiendo los desagradables hechos con minuciosidad; en justa correspondencia, yo le rogué que me diera una explicación convincente, que ya me temía. Muy sencillo, me advirtió: estos empresarios sólo necesitan mano de obra extranjera en situación de desgracia para explotarles. Les entregué dicho escrito. No recibí contestación alguna.
A causa de esas pinceladas que da la vida, pude conseguir al cabo de un tiempo un empleo en un pueblo cercano a la empresa que nos maltrató; estuve algunos años trabajando allí y pude comprobar, de primera mano, la segregación racial que despilfarraban allí.
Terrible anécdota: era y es este, un pueblo con una sola y muy productiva industria: la agrícola; con una gran población multirracial desmedida. Para conseguir exclusivos clientes de supremacía nacional en sus comercios y establecimientos, a la entrada de los mismos rezaba un cartel que anunciaba: «SÓLO SOCIOS». Explicación para los más cándidos: si, por casualidad, algún raposo despistado o pobre extranjero, osaba traspasar el umbral del establecimiento se le requería el correspondiente e hipotético carné de socio, como era lógico no lo poseía y, por lógica, también se le prohibía el acceso. Por supuesto, ni existía sociedad, ni carné.
Si hoy en día, ustedes, benditos lectores, abren de par en par las ventanas de sus hogares, se asoman, y si tal vez consiguen que además de las noticias alguien les cuente la verdad, podrán comprobar de modo palmario que el clima de segregación racial que se padece hoy en España va en aumento con la tenaz y falaz aportación de la ultraderecha y la connivencia de la derecha, y que no difiere mucho de la situación que viví en primera persona hace años.
El poema de hoy está escrito por Don Mario Benedetti entre 1968 y 1969. Se haya incluido en el libro «Quemar las naves», y posee el mismo título. Para una mejor comprensión, los signos ortográficos los ha colocado un servidor. El poeta casi nunca los añadía.
En este poema nos enumera las cosas buenas de las que no debemos desprendernos, y las otras cosas terribles de las que debemos de prescindir cuando logremos alcanzar las justas y deseadas utopías, para que nunca volvamos a regresar a cuando nos desplazábamos a cuatro patas.
El día o la noche en que por fin lleguemos
habrá que quemar las naves.
Pero antes habremos metido en ellas:
nuestra arrogancia masoquista,
nuestros escrúpulos blandengues,
nuestros menosprecios por sutiles que sean,
nuestra capacidad de ser menospreciados,
nuestra falsa modestia y la dulce homilía
de la autoconmiseración.
Y no sólo eso,
también habrá en las naves a quemar:
hipopótamos de Wall Street,
pingüinos de la OTAN,
cocodrilos del Vaticano,
cisnes de Buckingham Palace,
murciélagos de El Pardo
y otros materiales inflamables.
El día o la noche en que por fin lleguemos
habrá sin duda que quemar las naves,
así nadie tendrá riesgo ni tentación de volver.
Es bueno que se sepa desde ahora:
que no habrá posibilidad de remar nocturnamente
hasta otra orilla que no sea la nuestra,
ya que será abolida para siempre
la libertad de preferir lo injusto,
y en ese solo aspecto,
seremos más sectarios que Dios Padre.
No obstante, como nadie podrá negar
que aquel mundo arduamente derrotado
tuvo alguna vez rasgos dignos de mención,
por no decir notables;
habrá de todos modos un museo de nostalgias
donde se mostrará a las nuevas generaciones
cómo eran:
París
el whisky
Claudia Cardinale.