Nos situamos en 2005. Larry Summers, rector de la Universidad de Harvard, fue sustituido por sostener públicamente que el cociente intelectual es, desde el plano de la estadística, diferente en hombres y mujeres, y que esta podía ser la razón de que hubiera menos mujeres en ciencia. Lo que dijo Summers podía ser cierto o no, afortunado o desafortunado, utilizable por tradicionalistas dispuestos a meter a la mujer en la cocina o simplemente informativo, pero lo cierto es que no estaba inventándose nada. Anne Campbell, psicóloga evolutiva, había publicado tres años antes A mind of her Own, que abordaba cuestiones como el gusto por los cuidados o el placer sexual femenino desde el mismo enfoque biológico y evolutivo. En su libro se refería a la fuerte corriente de estudios sobre las diferencias sexuales publicados desde 1970 y de cómo el posestructuralismo social de la izquierda había hecho lo imposible por cerrar esta puerta a la ciencia.
En una entrevista, Campbell insistía: «Aquellas características que incrementen nuestra capacidad para dejar más descendencia tenderán a permanecer en nuestro código genético. Si las mujeres son las que dan a luz, amamantan y crían a los hijos, sería muy sorprendente que no hubiese algún mecanismo psicológico que le ayudasen a cumplir esas tareas, haciendo que resultaran placenteras para ellas. Así, los rasgos de la psicología femenina como la empatía o el evitar confrontaciones peligrosas, en las que pudiesen resultar heridas, o el evitar la exclusión social que podría alejarlas del grupo, son todas cualidades positivas que suponen que serán más capaces de sobrevivir, reproducirse y dejar hijos que a su vez puedan también reproducirse. Esto explica por qué las mujeres están más orientadas hacia los demás que los hombres, por qué eligen la enfermería, la medicina, el trabajo social, la enseñanza, todas esas áreas en las que existe intercambio cooperativo donde las mujeres parecen sentirse más a gusto».
Así es que nadie estaba diciendo que cada mujer estuviera predestinada a ser enfermera y cada hombre a ser astronauta, sino que pertenecen a grupos que están predispuestos estadísticamente para tomar decisiones diferentes. Es decir, existirán diferencias innatas, ajenas a la propaganda, la cultura y la educación, lo mismo en machos y en hembras de nuestra especie que en machos y hembras del resto del reino animal. La clave para entenderlo todo es la evolución.
Las mujeres han seguido decantándose por profesiones «humanas» y los hombres por las «materiales». Las británicas siguen eligiendo profesiones como la medicina, la enfermería, la psicología o la abogacía, mientras que sus compañeros se decantan por carreras técnicas y económicas. Y los mismo ha ocurrido en los países nórdicos, donde los gobiernos llevan cuarenta años trabajando tradicionalmente ajenos a sus roles de género. Siguen prefiriendo, estadísticamente, igual que antes de estas políticas.
El feminismo de cuarta ola usa solamente los datos que interesan a su relato e ignora, y hasta censura, los que son más difíciles de encajar o contradicen su diagnóstico o de la sociedad como cárcel patriarcal.
Jonathan Haidt ha afirmado que, de la misma forma que la derecha promueve el negacionismo del calentamiento global o de la teoría de la evolución, la izquierda está fomentando un negacionismo en cuestiones diferentes a la psicología evolutiva, como la importancia del coeficiente intelectual, la herencia genética o las diferencias sexuales de origen biológico.
Podemos llegar a la conclusión que se puede entender la desigualdad con más factores que la cultura y la política. Como sostiene Camille Paglia con uno de sus dardos: «No hay ninguna mujer Mozart porque no hay ninguna mujer Jack el Destripador».
POSDATA.- Las afirmaciones de este escrito están contenidas en el libro «La casa del ahorcado», escrito por mi admirado periodista y escritor Juan Soto Ivars.
Jorge Drexler (Montevideo, 1964) en 1997 editó el disco: «Llueve», y dentro del mismo la canción que hoy recupero: «Del amor y de la casualidad». En ella viene a indicar a su hijo de un modo sencillo, práctico y veraz el revuelto de razas, color de piel y vocablos distintos de expresión que el amor y la casualidad han provocado para el crecimiento y enriquecimiento cultural y social de la humanidad.
Tu madre tiene sangre holandesa,
yo tengo el pelo sefardí,
somos la mezcla de tus abuelos,
y tú, mitad de ella y mitad de mí.
El padre de tu madre es de Cádiz,
mi padre se escapó de Berlín.
Yo vengo de una noche de enero,
tu vienes de una siesta en Madrid.
Tu madre vino a aquí desde Suecia,
la mía se crió en Libertad.
Tu madre y yo somos una mezcla,
igual que tú, de amor y de casualidad,
igual que tú, de amor y de casualidad.
Tu madre tiene los ojos claros,
yo un tatarabuelo de Brasil,
yo soy del sur de Montevideo,
y tú mitad de allá y mitad de aquí.
En este mundo tan separado
no hay que ocultar de donde se es
pero todos somos de todos lados,
hay que entenderlo de una buena vez.
Tu madre se crió en Estocolmo,
la mía al sur de Tacuarembó;
tu madre y yo vinimos al mundo,
igual que tú, porque así lo quiso el amor,
igual que tú, porque así lo quiso el amor.