Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, decía hace 77 años: «La desafección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable. Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público». Cerca de un siglo después, estas palabras continúan más vigentes que nunca.
En la década de los años 30, muchísimos otros intelectuales, políticos de izquierdas, incluso nacionalistas, ya advertían de los excesos y peligros de los nacionalismos extremos. Ya entonces se evidenciaba la manipulación de las masas, y cómo pequeños grupos políticos ansiaban el poder absoluto sobre territorios que creían factible conseguir para sí.
Hoy en día sigue la maquinaria en marcha, y todo es excusa para seguir manipulando. Ayer mismo, Día de la Hispanidad, hay mucha gente, aparte de los nacionalistas, que se niega a conmemorar. Se trata, dicen, de conmemorar «un genocidio», y esto es lo que defiende, por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.
Esta señora, que se apresuró a quitar el busto del rey Juan Carlos del salón de plenos, y que ahora dedica todos sus esfuerzos y dineros en cambiar el nombre a las calles, plazas, parques o edificios que recuerden algo distinto a sus ideales personales, debería pararse un momento a reflexionar sobre sus palabras. Y tal vez sería conveniente recordarle, para empezar, que ella está en este mundo porque sus antepasados, como los del resto de humanos, fueron sobreviviendo a sucesivas guerras, conquistas, reconquistas, migraciones, imperios y civilizaciones que se impusieron a otras.
No es que esa batalla contínua en la que se halla inmersa la humanidad desde el minuto cero sea algo bonito, pero es el día a día y la realidad de la existencia humana. Algo que la inteligencia y la razón de las personas debería cambiar, pero que hoy por hoy no ha cambiado. Los llamados países «civilizados» hemos llegado a un cierto equilibrio, muy débil por cierto, en el que hay una contención a la hora de ocupar territorios, o conquistar al vecino, pero hasta hace pocos siglos la normalidad vigente era que el más fuerte era el que más conquistaba.
Si ahora vamos a llamar «genocidio» a todas las batallas, guerras y conquistas de la historia, podemos hacerlo. Pero, como tantas otras veces, entraríamos en una dinámica absurda y sin sentido. Hace poco, en un ayuntamiento andaluz un concejal de Alternativa Mijeña-Los Verdes/Equo pedía que una calle no se llamase Calle del Descubrimiento, porque le recordaba ese mismo «genocidio». Acto seguido propuso que la calle se llamase Villa Romana… Con una cultura similar a la de Colau, parece ser que este hombre no sabe que los romanos invadieron la península ibérica y que sometieron de manera brutal (como era costumbre en la época) a sus habitantes.
Por lo tanto, la manipulación política sigue y sigue. Nadie discute ahora que la violencia, en América o en cualquier otra parte del mundo, es una tragedia. Que los romanos podrían haber sido más educados, que los españoles podrían haber llegado a América sin ánimo de conquistar nada, o que el imperio otomano podría haber dejado en paz al bizantino. Pero por suerte, yo creo que hay todavía gente que sabe discernir entre la manipulación y la conmemoración histórica aséptica, que, pasados los siglos, sirve más para unir que para separar. También para aprender de los errores. Estoy seguro de que nadie conmemora la sangre derramada, y que ni a España, ni a América, actualmente, les viene mal tener un día para compartir algo. Querer utilizar lo que es más una fiesta que otra cosa con fines políticos parece muy, muy estúpido.