La Corona, y el Rey concretamente, ha sido durante años una figura valorada positivamente por buena parte de los españoles. Ahora se han juntado el hambre y las ganas de comer, y al cúmulo de situaciones negativas que afectan a la familia real hay que unir el enfado y la poca paciencia que queda en España tras el paso de ese tornado llamado crisis y las consecuencias que ha traído aparejadas: paro, pobreza, recortes, subidas de impuestos,… Los casos de corrupción, lejos de reducirse, parecen multiplicarse, pero no sólo a nivel político, sino a todos los niveles. Si los sindicatos parecían el paradigma de la defensa de los trabajadores y el contrapunto a los políticos y empresarios corruptos, ahora nos damos cuenta de que también tienen muchos frentes abiertos en ese terreno. Entonces, ¿en quién confiar?
Así las cosas, también recae la sombra de la duda en la Corona, con una Infanta inmersa en un proceso que tiende a convertirse en un circo mediático de primer orden, aunque no es para menos. El manejo del dinero por parte de la hija del Rey, o de su marido, no parece que haya sido especialmente escrupuloso, máxime teniendo en cuenta que la Infanta trabajó en la Fundación La Caixa durante años y algo, digo yo, sabrá de cuentas.
Ningún español puede estar al margen de la ley, y mucho menos su Alteza Real. Si la Justicia determina que la Infanta Cristina ha cometido algún delito, tendrá que pagar por ello, y pese a lo trascendental del hecho, será muestra de que el sistema ha funcionado correctamente. Asimismo, si se llega a la conclusión de que no ha cometido delito alguno, el sistema habrá funcionado igual de bien, aunque sospecho que una parte de nuestra sociedad seguirá pidiendo su cabeza.
En definitiva, el que nuestro sistema judicial sea capaz de imputar a alguien como la Infanta Cristina (¡nada menos!) debemos de tomarlo como una muestra positiva de que en nuestro país nadie está por encima de la ley.