Escribí, meses atrás, que un inmigrante es un invitado, a veces forzoso o forzado; y un país tiene derecho (como lo tiene una familia, por ejemplo) a decidir a quién invita, por cuánto tiempo y en qué condiciones.
Ninguno de los gobiernos que hemos padecido ha sabido distinguir, y es básico, entre política migratoria y la política de integración de dicho emigrante. Para poder adecuar un buen funcionamiento entre estas dos políticas, conviene recordar que la sociología identificó hace tiempo la proporción de extranjeros que hace que se dispare la xenofobia: el 12%, si las culturas son parecidas, pero el 6% si no lo son. Si las políticas migratorias y de integración no se balancean con orden y sentido común, los migrantes se agruparán en tribus discriminadas, y eso hemos comprobado que, por desgracia, se convierte en una amenaza.
Al dimensionarse, y de qué manera, los flujos migratorios en gran parte del mundo, han pasado a convertirse en algo parecido a una lucha de clases internacional. Todas las personas que habitamos este mundo no deberíamos padecer discriminación de fronteras (hasta hace un par de cientos de años no era preciso documento alguno para visitar países) ni, por supuesto, de banderas o himnos. Han desaparecido las patrias, tan sólo mandan bancos, fondos de inversión, multinacionales y demás oligarquías, por todos conocidas.
Las oleadas de inmigrantes se debían haber convertido en un acto de contrición, de obligada catarsis, para Europa y demás países; después de haber saqueado, torturado, esclavizado y casi exterminado los países de origen de estas pobres personas que, desde hace decenas de años, peregrinan y mueren en pateras. Y que su dolor se refleja en nosotros poco más que lo que dura el reportaje en cuestión. Casi nada.
Leí un ensayo del licenciado en Filosofía y Letras sección Historia, Josep Fontana. Nacido en Barcelona en 1931. Les transcribo su declaración: «Hay que poner una barrera en el Mediterráneo para que no sigan pasando inmigrantes, para que no se vaya para arriba toda esa gente hambrienta que quiere subirse al norte. Es decir, que lo importante es que los productos puedan pasar para abajo, pero que los seres humanos no puedan pasar para arriba». Pónganle un pensamiento, no tan superficial.
Del vergonzoso y deleznable eufemismo «devoluciones en caliente», no tengo noticias de que algún gobierno del primer mundo haya pasado vergüenza por ello.
¡Qué bien les vienen los inmigrantes a los patronos! Nunca habrán podido escuchar, benditos lectores, a la sociedad patronal renegar sobre el exceso de inmigración, legal o ilegal. ¡Nunca! Y eso se debe a que la inmigración favorece, en primerísimo lugar y sin ninguna duda, al capital, pues hace que bajen los salarios de los autóctonos. Y, por favor, que no se diga que los inmigrantes vienen a desempeñar aquellos trabajos que los autóctonos ya no quieren aceptar. Es verdad, pero con un matiz: los inmigrantes vienen a sustituir a los autóctonos en aquellos trabajos que éstos ya no aceptan, pero básicamente por los salarios de mierda que se pagan por ello. Lo demás son paridas.
No solo hace que los salarios vayan a la baja, sino que los muchos costes derivados de la inmigración son básicamente financiados por las capas más modestas de la sociedad. Porque está claro que los inmigrantes representan, también, un sobrecoste en materias de sanidad, seguridad ciudadana y administración de justicia. Más aún, en materias de educación no solo hay que tener en cuenta el sobrecoste sino, además, el previsible derrumbamiento de la calidad de la enseñanza. Esto no impide a todas las izquierdas, desnatadas y semidesnatadas, poner el grito en el cielo cuando se decide segregar a los alumnos inmigrantes para reforzar su formación: no tardan en surgir las acusaciones de discriminación… que sería, en todo caso, «positiva».
Os traigo una canción de Serrat referente al escrito de hoy. Se grabó en el año 1989 y pertenece al disco, en catalán, «Material sensible». Se titula «Salam, Rashid» (Paz, Rashid).
Te lo advirtieron, allá abajo en la tierra de tus padres.
Te lo advirtieron, que Europa era muy grande.
Por eso fuiste desde el gran sur,
donde la sombra de las palmeras es dulce
y el agua de los ríos camina de puntillas, cautelosa.
Te lo advirtieron, que el desierto crece a medida que los ricos del norte rompen allí sus relojes de arena de mala gana,
y tú sólo tenías ganas de correr.
¿Qué haces Rashid, perdido en la bisagra?
de un norte miedoso y un sur que se desespera.
Te han desgarrado el honor y la camisa,
y una vez aquí no has de volver atrás.
Piel de dátil o de hollín,
que siempre has estado haciendo cola en comisaría,
no eres inocente sea quien sea el juez.
Eres el pecado, el camello, la fulana,
décimo de lotería roto, propina de urinario.
Eres todo lo que los fariseos rechazan,
agarra la cruz y sube tu calvario Salam Rashid.
Ya no sabes ni cuanto hace que caminas por ciudades alquiladas
arrastrando la sensación de que en todas partes sobras.
Te conocemos,
eres carne de subterráneo y de conquista,
la cuña justa para que …
no se tambalee la mesa de la fiesta.
Hierves en el perol sueños del sur
contra la incierta rabia de morir a solas.
Querías volar y Europa es una jaula,
y vas perdiendo poco a poco recuerdos por las aceras, torpemente.
El mundo se conmueve por los que como tu caminan
más de lo que quisieran.
Mano de obra barata, sobreviviente de cárceles y palizas,
que ha decidido que le guíen los zapatos.
Mañana por ti sonreirá la Mona Lisa,
usarás el Louvre como nevera,
las catedrales alternaran las misas
con el Corán y las danzas bereberes.
Entretanto Europa sigue con su rutina.
Han envuelto las porras con bandera
Y a ti te reservan un jardín en el Maresme, Salam Rashid.