Confieso, de antemano, que parte del título del escrito de hoy lo he traído de un libro que, por los años ochenta, escribió Fernando Vizcaíno Casas.
Para poderlos fichar y saber qué gobernantes han malgastado nuestro voto, y de qué manera nos han mentido con el habitual descaro, desmontando con su total ausencia de coherencia cualquier afirmación posterior, ilusionándonos con un surtido de abundantes promesas incumplidas, estamos muy obligados a leer la historia. Por tanto, transcribo declaraciones en 1974 del socialista que nos aseguró que era, Alfonso Guerra: «La definitiva solución al problema de las nacionalidades que integran el Estado español, parte indefectiblemente del pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las mismas, que comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado español». Donde dijo digo, ahora dice cualquier tontería. Así es él hoy. Deslucido.
La Constitución de 1978, en el apartado de elaboración del proceso autonómico, actuó con cierta venganza retroactiva, tratando de ajustar cuentas pendientes con el poder dominante del centralismo madrileño. Se dispusieron a solicitar innumerables reivindicaciones, legítimas y exageradas. Transcurridos los años, se ha repetido idéntica secuencia. En estos días esa misma contienda, se refleja entre las comunidades autónomas y los ayuntamientos.
Hubo un error, premeditado o ingenuo, vaya usted a saber, al formar la estructura del Estado de las Autonomías, de tomar como modelo a seguir el de Cataluña de 1931, prolongando para todas ellas dicho ejemplo. Los poderes políticos lo decidieron así, ninguna deseaba quedarse desplazada, estuviera bien preparada o no para ello. Estúpidamente, lo llamaron «café para todos».
En el artículo 2 de la Constitución, se intenta configurar la estructura del Estado. Advirtiéndonos de que en España hay regiones y nacionalidades. Hicieron una chapuza en aquellos años: con premeditación y abundante cobardía, omitieron quien eran unas y quien era las otras. Lapsus alevoso.
Muchas autonomías, en la actualidad, ansían su estatuto de nacionalidad de un modo vehemente, incluso agresivo y chantajista. No parecen tener en cuenta el ridículo pasado histórico que les precede, ni su muy limitada capacidad económica, la inexperiencia en la gestión, y desdeñan el poco apoyo social que tenga su anhelo fantasioso.
Con la impostada excusa del nacionalismo, la palabra España ha pasado, casi, a ser peyorativa, incluso excluyente. Hay una nueva concepción de sociedad que ronda por la cabeza de políticos y personas cabales: el Estado Federal Plurinacional y Solidario. En contra de esta tesis federal se halla el recuerdo trágico y caótico durante la I República que supuso el cantonalismo. Temor casi justificado.
Lamento no recordar quien manifestó que nacionalismo es la fabricación de una extranjería, que viene acompañada de xenofobia. Pero se cumple. No debemos tampoco pasar por alto que el nacionalismo español ha creado nacionalismos catalanes, murcianos y demás geografías locales. El término nación está supeditado de modo inexorable a autodeterminación.
Finalizo, no podía ser menos, con unas palabras del imprescindible señor Anguita, don Julio: «Federalismo, es unidad hecha de manera dialogada, democrática y reglada con respecto a señas de identidad, capacidad de autogobierno y voluntad expresada en las urnas». Este hombre, brillante como casi siempre.
Os paso un poema del asturiano Ángel González, fallecido en 2008, titulado: «Notas de un viajero». Lo escribió durante su estancia en los Estados Unidos desde 1970 hasta el 2006, dando conferencias y clases en las universidades de Nuevo México, Utah, Maryland y Texas. Aunque los años transcurridos han sido muchos, los EEUU de la actualidad difieren muy poco de aquellos en los que el señor González escribió estos versos. Los resultados de las pasadas elecciones presidenciales lo corroborarán, benditos lectores, de modo palmario.
Siempre es igual aquí el verano:
sofocante y violento.
Pero.
Hace muy pocos años todavía
este paisaje no era así.
Era.
Más limpio y apacible –me cuentan-,
más claro, más sereno.
Ahora.
El Imperio contrajo sus fronteras
y la resaca de una paz dudosa
arrastró a la metrópoli,
desde los más lejanos confines de la tierra,
un tropel pintoresco y peligroso:
Aventureros, mercaderes,
soldados de fortuna, prostitutas, esclavos
recién manumitidos, músicos ambulantes,
falsos profetas, adivinos, bonzos,
mendigos y ladrones
que practicaban su oficio cuando pueden.
Todo el mundo amenaza a todo el mundo,
unos por arrogancia, otros por miedo.
Junto a las villas de los senadores,
insolentes hogueras
delatan la presencia de los bárbaros.
Han llegado hasta aquí con sus tambores,
asan carne barata al aire libre, cantan
canciones aprendidas en sus lejanas islas.
No conmemoran nada: rememoran,
repiten ritmos, sueños y palabras
que muy pronto
perderán su sentido.
Traidores a su pueblo,
desterrados
por su traición,
despreciados
por quienes los acogen con disgusto
tras haberlos usado sin provecho,
acaso un día
sea ésta la patria de sus hijos;
nunca la de ellos.
Su patria es esa música tan sólo,
el humo y la nostalgia
que levantan su fuego y sus canciones.
Cerca del Capitolio
hay tonsurados monjes mendicantes,
embadurnados de ceniza y púrpura,
que predican y piden mansamente
atención y monedas.
Orgullosos negros,
ayer todavía esclavos,
miran a las muchachas de tez blanca
con sonrisa agresiva,
y escupen cuando pasan los soldados.
(Por mucho menos los ahorcaban antes.)
Desde sus pedestales,
los Padres de la Patria contemplan desdeñosos
el corruptor efecto de los días
sobre la gloria que ellos acuñaron.
Ya no son más que piedra o bronce, efigies,
perfiles en monedas, tiempo ido
igual que sus vibrantes palabras, convertidas
en letra muerta que decora
los mármoles solemnes en su honor erigidos.
El aire huele a humo y a magnolias.
Un calor húmedo asciende de la tierra,
y el viento se ha parado.
En la ilusoria paz del parque juegan
niños en español.
Por el río Potomac remeros perezosos
buscan la orilla en sombra de la tarde.