Me preguntaban hace unos días por qué había escrito sobre las catedrales. No lo sé, creo que lo soñé. A veces, sueño cosas sobre las que luego escribo. Todos tenemos rarezas.
Notre Dame fue una de las últimas catedrales en las que estuve. Impactante, de una conmovedora belleza, tanto por dentro, como por fuera. Recuerdo que di dos vueltas completas al majestuoso edificio, mientras las gárgolas me observaban a cada paso.
El interior, comparable a Santa Sofía, en Estambul, donde al entrar, quedé petrificado y con la carne de gallina. Miré lo que tenía ante mí, y juro que me entraron ganas de llorar. Ningún otro monumento me ha impresionado tanto como Santa Sofía.
Hoy, Notre Dame en un puñado de cenizas. Casi mil años de historia humean en París. El trabajo ingente de artesanos, pintores, escultores, arquitectos, carpinteros… ha quedado reducido a humo en cuestión de unas pocas horas.
Hasta en su final, pasto de las llamas, fue bella.
Estas pocas palabras van dedicadas a esa maravilla llamada Notre Dame, que volverá a ser reconstruida, pero que jamás volverá a ser la misma.
Caudete Digital