Me gusta andar por el campo, hacer senderismo, andar por lugares solitarios. Me gustan las tormentas, la niebla, el viento… Me gusta todo aquello que, por la razón que sea, me impone y me causa una sensación de miedo abstracto.
Me gusta entrar a iglesias solitarias, poco iluminadas… Pero me sobrecoge entrar a las catedrales cuando están casi vacías, con ese suave olor a incienso, a madera vieja, a cera de vela y piedra fría. Su clamorosa quietud… sólo rota por el eco de los pasos. La imponente sensación de estar en una obra tan descomunal como una catedral, aunque sea la más pequeña de todas ellas.
No, no hablo de un sentimiento religioso. Hablo de estupor ante la grandiosidad de la que es capaz el ser humano. Estamos acostumbrados a lo aparentemente espectacular: móviles con pantallas flexibles, ordenadores ultramodernos,… Pero a veces perdemos la capacidad de asombrarnos por cosas verdaderamente increíbles.
¿Cómo pudieron nuestros antepasados construir esas catedrales? El arte más sublime, la arquitectura más avanzada de entonces, la tecnología más puntera de la época… confluían en esas construcciones grandiosas, que hoy en día nos siguen sorprendiendo por su belleza y majestuosidad, y porque siguen ahí después de los siglos. Eternas.
Son las guardianas del silencio. Puedes pensar en su interior, porque el mundo queda fuera, y apenas nada perturba su atmósfera propia. La llama de las velas ya no suele ser una llama, sino que nuestra tecnología las ha sustituido por bombillas de led, que incluso puedes encender de forma online a través de Internet por un módico precio… Nada comparable al juego de sombras que crean las velas auténticas, mecidas por las imperceptibles corrientes de aire que recorren las naves laterales.
Está bien sentirse de vez en cuando pequeño ante algo, y yo me siento pequeño ante lo excesivo, como es el caso. Una lección de humildad que nos dan quienes tuvieron la inteligencia y las agallas de imaginarlas en su cabeza. Como en tantas otras cosas, las personas somos capaces de lo más hermoso, aunque también lo seamos de lo más horrendo. Me quedo hoy con lo primero…
Hay algo curioso que siempre me ocurre en las catedrales, y es esa necesidad imperiosa que tengo de abrir las puertas que están cerradas, esas estancias que no se pueden visitar… Es una sensación misteriosa encontrarse en la penumbra con una puerta cerrada a la que te prohíben el acceso. ¿Qué habrá al otro lado…?
Seguramente, por eso siempre deseamos lo que no podemos conseguir, aunque no sepamos muy bien qué es…
Estas palabras no son las que cabría esperar cuando nos adentramos en una campaña electoral. Pero no me importa, porque no podría aportar nada si hablase de política, de predicciones, de opiniones… Estamos bombardeados por todo ello, y a mí no me produce más que sueño, y una modorra soberana… Aunque el masoquismo siempre es una opción.
Yo también participé de esta vorágine que vivimos estos días. Fue, al fin y al cabo, una experiencia positiva que todos los ciudadanos deberían probar. Pero, del mismo modo, afirmo que nunca, nunca, volveré a la política.
Quizás, porque ya conozco lo que hay al otro lado de esa puerta…
Caudete Digital
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