Comenzaré este escrito con un aserto compartido con mi admirado José Mujica, expresidente de la república de Uruguay: «La Monarquía es como calentar a un muerto».
En esta ocasión, no me remontaré siglos atrás en la historia de la monarquía española; creo que hasta 1975 hemos tenido casi lo que nos hemos merecido en lo que se refiere al trato de los reyes para con sus súbditos. En cambio, sostengo que, a partir de la muerte de Franco, no nos merecíamos ningún otro monarca; y menos educado por un dictador (algunas cualidades le vería). Esto es parte de la lógica franquista que desprecia la capacidad de inteligencia del pueblo español para elegir su destino.
Si ustedes, benditos lectores, constatan a través de los medios de comunicación la «vida laboral» de sus majestades, verbigracia: estrechar la mano a todo aquél que se les pone por delante junto a las pertinaces y ridículas inauguraciones, lo bien que me comen las lentejas la familia real y demás mandangas que les llenan de orgullo y satisfacción; considerarán a todas luces el anacronismo histórico de la monarquía, una vez perdida su congénita divinidad adquirida a través de la vía vaginal sucesoria, confronta de modo palmario con el principio democrático de la igualdad de todos los ciudadanos.
Insisto en que no nos merecemos esta monarquía que se ha sujetado y se ha fundido con la oligarquía, que presuntamente se ha corrompido abusando del inmenso poder que ha ejercido vetando la «Real Casa» todo aquello que la incomodaba. Padecemos una monarquía que ha enviado a su prole a estudiar fuera del reino; una monarquía que debe vivir muy bien y muy tranquila, colocando con mucho acierto a su cada vez mayor descendencia.
Juan Carlos cumplía en su instauración el papel de ese tipo de nudo en el que no se podían descubrir ninguno de los dos lados de la cuerda. Por un lado, no tenía la simpatía y el aprecio de los monárquicos, que le consideraban un usurpador del trono de su padre; por el otro lado del nudo tampoco era bien visto, ya que el ejército y el pueblo lo acertaban a ver como un pelele del dictador.
El emérito rey no percibió que desde los años ochenta sucumbió a la borrachera de su propio carisma y por el sainete del 23F (ya escribiremos más tarde sobre esto). Él estaba convencido de que la campechanía, la rotura de las normas de protocolo y su proximidad casi promiscua y frívola le reportarían una herencia legítima, sin darse cuenta de que la estaba dilapidando.
Llega a ser cierto que ha habido decepciones monárquicas tremendas, pero incluso cuando maldecimos de los Borbones, fuimos al extranjero a buscar un nuevo rey, Amadeo de Saboya. No hay duda, una vez más, la penitencia está en el pecado.
Una última y sorprendente anécdota, para los que no quisieron o les impidieron estudiar nuestra historia más reciente: el 11 de febrero de 1873 quedó constituida la Primera República en España por 258 votos a favor y 32 en contra. Lo curioso, es que los republicanos apenas tenían diputados en aquella cámara. La República vino de manos de los monárquicos. ¡Zasca!
Como padre, las pautas de su comportamiento dejan bastante que desear; sus hijos siempre le han considerado «patrón o jefe». De la función marital, ya está dicho casi todo…
Felipe VI no puede ser ajeno al legado de su padre, que se encargó de saltarse a la torera la función reguladora a la que debía estar sometido en una monarquía constitucional; no hacía otra cosa que continuar el comportamiento de su antepasado Alfonso XIII, que era un enfermo de la indiscreción y de la arbitrariedad; cabreándose con los presidentes de gobierno en los actos públicos, tornándose sereno al poco. Una cosa a su favor, Juan Carlos no ha tenido corte, pero sí, muchos cortesanos.
En el capítulo de la abdicación en su hijo Felipe, Juan Carlos fue muy reticente durante todo su reinado a ceder un gramo de poder a su hijo, ni en los peores momentos de sus diversas enfermedades consintió, bloqueando el recurso de regencia para poder activar los mecanismos de inserción del nuevo rey. La gestión de la abdicación puede calificarse de pueblerina y paternal en una democracia consolidada. La abdicación fue regulada por Rubalcaba (Felipe González en la sombra) junto con Rajoy a golpe de teléfono; algo parecido a lo que se contrató en el cambio de texto del artículo 135 de la Constitución entre Zapatero y Rajoy. La ley se aprobó el 19 de junio de 2014, con la mayoría absoluta del PP, la abstención del PSOE, CyU y Coalición Canaria y el voto en contra de la Izquierda Plural, UPyD, el PNV y todos los parlamentarios de izquierda del Grupo Mixto. En esta ley, colada rápidamente aprovechando otra ley que «pasaba por allí», tuvo la amabilidad de otorgar aforamiento a los reyes que abdican, a sus consortes, a los consortes del sucesor y a los Príncipes de Asturias. Se hizo de una forma chapucera y precipitada, convirtiendo la necesidad en virtud; presentando la abdicación como un ejercicio concienzudo de personas muy inteligentes. Lo peor no es que en la Corona haya una abdicación, es que la democracia pierda legitimidad.
Escribamos ahora sobre un tema que en mí despierta un interés casi excesivo: el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Lo haré, transcribiendo las palabras de mi otro admirado: el Gran Wyoming: «Las operaciones de maquillaje que cubrieron la imagen de esta monarquía impuesta por la dictadura, llevadas a cabo por todos los medios de comunicación al unísono y durante años, dieron sus frutos, incluida aquella, que pertenece al género de ciencia ficción, que hacía del rey el salvador de la patria el 23F, cuando Alfonso Armada, su mano derecha, el que pergeñó el golpe de Estado y le tuvo informado desde el primer momento de sus intenciones, que consistían, una vez amortizado Alfonso Suárez, al que intentaron por todos los medios obligar a dimitir, en formar un gobierno provisional con políticos relevantes, poniéndose él, el propio Armada, al frente de dicho gobierno. En fin, la puesta en escena de Tejero y sus muchachos con los tiros y todo eso echó por tierra el tinglado. Juan Carlos de Borbón salió por la televisión tarde, cuando ya el intento había fracasado, para deslegitimar un golpe de Estado que no era el previsto».
En el año 1987 Joan Manuel Serrat compuso «La rana y el príncipe». Se trata de una canción con cariz fabulador donde se produce una inversión del cuento clásico que bebe de la tradición popular; el maestro Serrat lo desmitifica. En aquellos años se rumoreaba que la canción la compuso en modo de sátira, reflejando la vida disoluta y casquivana de un personaje perteneciente a la familia Borbón. Nada hay de cierto en ello. Canción dentro del disco «Bienaventurados».
Él era un auténtico príncipe azul
más estirado y puesto que un maniquí,
que habitaba un palacio como el de Sissí
y salía en las revistas del corazón.
Que cuando tomaba dos copas de más
la emprendía a romper maleficios a besos,
más de una vez, con anterioridad,
tuvo Su Alteza problemas por eso.
Un reflejo que a la luna
se le escapó,
en la palma de un nenúfar
la descubrió.
Y como en él era frecuente,
inmediatamente
la reconoció.
Ella era una auténtica rana común
que vivía ignorante de tal redentor,
cazando al vuelo insectos de su alrededor
sin importarle un rábano el porvenir.
Escuchaba absorta a un macho croar
con la sangre alterada por la primavera,
cuando a traición aquel monstruoso animal
en un descuido la hizo prisionera.
A la luz de las estrellas
le acarició
tiernamente la papaba
y la besó.
Pero salió rana la rana
y Su Alteza en rana
se convirtió.
Con el agua a la altura de la nariz
descubrió horrorizado que para una vez
que ocurren esas cosas, funcionó al revés
y desde entonces sólo hace que brincar y brincar.
Es difícil su reinserción social,
no se adapta a la vida de los batracios,
y la servidumbre, como es natural,
no le permite la entrada en palacio.
Y en el jardín frondoso
de sus papás,
hoy hay un príncipe menos
y una rana más.
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