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Pisos turísticos: la ley que no hay los ampara Artículo de Óscar de Caso

Óscar de Caso

La Ley de Vivienda orilla el asunto de los pisos turísticos, que es ya una verbena. Se toparán alquileres, pero el piso turístico no consta. El piso turístico es próspero, pero ni existe, ante esta ley y ante ninguna, si nos ponemos serios, porque el piso turístico es el forajido de los alquileres. Vivo en Madrid, y cada día abren varios pisos turísticos, pero no existen, para la ley milagrosa en marcha. Son ilegales, por lo general, entre otras cosas porque la escasa normativa al respecto es un desmadre solventísimo.

Dice el Gobierno que no va a entrar en una competencia municipal, como es el caso, y así prepara una huida alegre a los propietarios que van a preferir este modo de renta al modo clásico. Esto es una obviedad vergonzante, y a uno le preocupa, además, que el piso turístico se vaya adueñando de los rellanos, con lo que más que vecinos coleccionamos pasajeros. Los pisos turísticos son más bien discotecas. Son conocidas las discordias que un piso turístico provoca en los pisos aledaños que llanamente ocupa un propietario, porque el piso turístico tiene enseguida vida de bareto, y otro piso no. Así, las grandes ciudades se vienen vaciando de los vecinos de toda la vida, en beneficio de gogós de fin de semana, chinos de congreso, provincianos de botellón y algún que otro inglés que ha equivocado la ciudad con la diáspora de Ibiza.

Tenemos turismo, pero se nos muere el vecindario. Esto es grave, porque una ciudad sin vecindario no crece ni tampoco se asea, salvo que vengan los de la pasta de promoción y levanten un hotel para Cristiano Ronaldo. Hubo un Plan Especial de Hospedaje, que nadie respetó, y luego la cosa quedó tan desabrochada que casi no hay más cláusula que incluir en el alquiler el juego de llaves. La ciudad la hacen los vecinos, y nunca los turistas, que son gente despeinada y animosa, y necesaria para hacer barrio. Nadie frena un negocio caníbal que no solo acaba con la paciencia de los vecinos, sino que acaba también con la salud del corazón de barrios enteros. La ley que no hay lo ampara.

POSDATA.- Ángel Antonio Herrera ha dedicado en su delicioso e imprescindible libro «España salvaje. Retrato de la nueva modernidad», la falta de atención que tiene la ministra «risita enfermiza», a la sazón jefa todopoderosa del desgraciadamente cachondo e inoperante Ministerio de la Vivienda, sobre la muy lamentable y muy poco atendida situación en que se encuentra el alquiler de viviendas para el personal autóctono. Ruega, con cariño, ternura e impostada sonrisa, a los tenedores de pisos en alquiler, que sean buenos chicos y, por favor, que no pequen de exagerados al estipular el precio del chiscón. Con esta poderosa y eficiente medida, comenta la ministra, ella tendría más tiempo libre para sonreírnos, además de ayudar al personal buscador a satisfacer sus necesidades de habitabilidad. Solución simple, donde las haya, la que ha parido la zagala.


En 2005 y dentro del disco «Naves ardiendo más allá de Orión», Ismael Serrano compuso la canción «El vals de los jubilados». En sus versos, viene a contarnos el diario de un matrimonio de peatones jubilados faltos de tesorería. Sin demagogia y sin alegría. Puro realismo.

 

Se levanta muy temprano

con todo el día por delante.

Y da vueltas por la casa,

estorbando en todas partes.

Se anuda al fin la corbata,

en tiempos tan elegante.

Lo mismito que un pincel,

el viejo se echa a la calle.

Con el pan debajo el brazo

visita todos los bares.

«Tomás, ponnos unos tintos

que invito a las amistades».

A voces arregla el mundo

y a voces, aunque se pase,

pontifica de los toros,

de la liga y del cante.

«Si las cosas, ya le digo,

soplaran con otros aires,

y aquella maldita guerra

como acabó no acabase,

ni aquí estaría yo ahora,

ni usted. Y lo más probable

es que la tortilla misma

la vuelta tendría que darse».

Y suspira con nostalgia

de aquel que todo lo sabe.

Y una mirada a esa niña,

que la edad no mata el hambre.

Hoy es día veintiocho

y la pensión viene tarde.

«A los viejos, ya le digo,

lo bailao no nos lo quita nadie».

Con un vinito en el cuerpo

el viejo a su casa se abre.

Ella lo espera en la puerta.

«Menudo cuerpo me traes».

Comen los dos en silencio.

De vez en cuando una frase

rompe las cuatro paredes.

«¿Decías algo? ¿Me hablaste?».

Son tantos años de oírse

que no saben escucharse.

«¿Sabes algo de los chicos?»

«El mayor llamó ayer tarde».

Pasan el tiempo en silencio.

Después de comer no salen.

Luego cenan y ven tele

un ratito y a acostarse.

Si las cosas, es verdad,

soplaran con otros aires.

Si la sombra del olvido

con el tiempo no arrastrase

recuerdos que en este otoño

dejan huérfano el paisaje,

otro gallo cantaría,

quizá no sería tan tarde.

Y suspira con nostalgia

de aquel que todo lo sabe.

Y una mirada a esa niña,

que la edad no mata el hambre.

Hoy es día veintiocho

y la pensión viene tarde.

A los viejos, ya le digo,

lo bailao no nos lo quita nadie.