Hoy me he encontrado con la historia de Raíz y Tierra, dos perras galgas, madre e hija, que fueron arrojadas el sábado desde una furgoneta en la zona de la Universidad de Ciudad Real. Su estado se podría definir como de «terrorífico». Sin comer desde hace meses, con heridas, en total estado de abandono, con sarna… Seguramente, cuando podían mantenerse en pie, incluso correr, las utilizarían en cazas y monterías, y hasta las felicitarían cuando consiguiesen sus objetivos. Ahora, alimentándose exclusivamente de sus propias heces, se aferran incompresiblemente a la vida en un albergue.
Los propietarios, probablemente, se hartaron de verlas vivas, y no fueron capaces ni de acabar con su sufrimiento. Las tiraron a la calle, sin más, desde un vehículo al que previamente taparon la matrícula. Vamos, que sabían perfectamente lo que hacían.
Quien es capaz de hacer algo así, alberga en su interior tanta maldad, y tanta miseria, que difícilmente se puede considerar persona. Es alguien que en un momento determinado puede cometer los actos más abyectos sin pestañear. Es un criminal.
La caza con galgos goza de una larga tradición, tanto en España como en otros países. En esto también se ha ido avanzando, afortunadamente, y el cuidado de los animales está más controlado que antaño. Sin embargo, estamos lejísimos de alcanzar lo que pudiéramos llamar «normalidad». Cada año, al menos 50.000 galgos en España son abandonados o muertos, generalmente a manos de sus propietarios, bien particulares o criadores, que se deshacen de los animales que no cumplen con sus expectativas.
Esto es un delito, pero es tan fácil matar a un animal indefenso, que la única posibilidad que tienen los galgos es la concienciación de las personas. La educación, la sensibilidad, o la simple decencia de los humanos, debería bastar para frenar esa barbarie, y, sin embargo, cada año, al final de la temporada de caza, aparecen miles de perros ahorcados, con un tiro, lanzados a pozos o barrancos, o muertos después de sufrir torturas. Muchos, con un corte en el cuello para arrancarles el microchip para evitar la identificación del propietario.
La vida «útil» de un galgo está en torno al año y medio, ya que estos animales cogen «vicios» que los invalidan para seguir en el «negocio», y en el mejor de los casos los «galgueros» llevan a estos animales a una perrera. Algunos se adoptan, pero es la excepción que confirma la regla, ya que la mayoría mueren «legalmente» en perreras municipales. Y no son los más desgraciados, ya que, dentro de lo malo, mueren mediante inyecciones y sin el sufrimiento que padecen miles de galgos cada temporada.
El maltrato animal es una asignatura muy, muy pendiente en nuestro país. Da pavor comprobar cómo hay personas capaces de generar tanto sufrimiento, conscientemente, a los animales. Está muy bien hacer manifestaciones contra el Toro de La Vega, pero los galgos, aunque sean 50.000 cada año, no merecen aparecer en los telediarios. No generan tanto morbo, y no son tan llamativos como las batallas campales entre partidarios y detractores del Toro. Así que el futuro de esta raza de perros, tan noble, es triste, clamorosamente triste, con un destino seguro de sufrimiento, y con una fecha de caducidad amargamente corta.
Ojalá Raíz y Tierra se recuperen, y encuentren una familia que les ofrezca una existencia digna. Los animales piden muy poco, y sólo necesitan un poco de calor y de cariño para ser felices. ¡Qué diferencia con las personas, que necesitamos tantas cosas para, al final, no encontrar esa felicidad…!