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Reestructuración radical en el Ministerio de la Cultura Artículo de Óscar de Caso

Óscar de Caso

En España las dotaciones económicas para la cultura han sido menores que en muchos países de Europa. Además, estoy seguro de que los serán cada vez más, pero en proporción a los presupuestos generales significan un buen pellizco. Aun así, el resultado sigue siendo catastrófico. No tanto por las cantidades como por la siniestra estructura cultural de la propia Administración. Para abordar el problema deberíamos empezar por esta pregunta tan simple: ¿en este país hay algo más zoquete que un asesor cultural? Cuando no se sabe qué hacer con un personaje de compromiso o de cuota, aquí se le asigna un importante cargo cultural en los Gobiernos. El resultado es que las cuantiosas sumas empleadas en esos sectores parecen no servir para nada duradero. Es como empezar cada vez de nuevo desde el principio. Sólo cuenta el escaparate inmediato y cortar instantáneamente cualquier posibilidad de tradición, porque la novedad de turno invalida la anterior. En este sentido, es lógico que la gente se ponga como una moto contra un cine nacional de pura bazofia y un teatro que, cuando adquiere cierta calidad, acostumbra a ser de importación. ¿Cómo se puede construir algo sólido en estas condiciones?

Sobre este tema, yo dispongo, para el resto de España, de una solución eficaz y radical que podría dar muy buenos resultados. ¡Me avalan casi cincuenta años de experiencia!

La solución cultural que vengo proponiendo para este país es pura y llanamente lo que yo denomino «El Balcón de la Cultura». Los ingredientes necesarios para llevar a término el plan no representan ninguna dificultad insuperable: una plaza cuyos accesos se puedan cerrar fácilmente, un balcón a cierta altura, de tres a seis mil sacas, un ventilador industrial, dos funcionarios y varios focos para la iluminación.

El primer paso es eliminar por decreto, o por lo que sea, toda institución cultural, ministerio, consejería o cualquier otra clase de organismo oficial dedicado a estos menesteres. El dinero resultante de esta supresión se introduce después en sacas, se desplaza en numerosos tráileres hasta la plaza escogida y, una vez allí, se sube hasta las dependencias contiguas al balcón. El programa pasa primero por convocar en el recinto a todo aquel que cultiva una actividad que tiene que ver con la cultura, y seguidamente, por distribuir a los aspirantes por gremios. Hay que hacer una estricta selección previa, porque hoy, a través de los inventos municipales en materia social, un grafitero puede pasar por un animador de la cultura urbana.

Una vez instalados los operarios culturales debajo del balcón, se procederá a la interpretación del himno nacional para darle un carácter oficial al acto; eso sí, aquel que lo silbe, se le echa a la puta calle adyacente a la plaza. Tampoco hay que ponerse de cornudo y apaleado. Así, sin más dilación, se pondrá en funcionamiento el ventilador enfocado hacia la multitud. Uno de los funcionarios irá extrayendo los fajos de billetes y el otro los pasará delante del ventilador mientras los va soltando. En la plaza, instantáneamente, se hará de noche debido a la cantidad de billetes, que taparán la luz del sol (de aquí la necesidad de los focos). Es posible que los participantes al inicio de la sesión, se empujen ligeramente por la falta de arraigo solidario, pero cuando comprueben la cantidad de dinero que les cae encima dejarán de agitarse y se lo tomaran incluso con cierta flema. Algunos habrán acumulado tantos billetes que ni se agacharán a recoger los de cincuenta euros.

A partir de este momento estelar, la cultura española disfrutará de la etapa más esplendorosa de su historia. Imagínense por un momento el capital que significa mantener los organismos dedicados a programar, repartir y, sobre todo, controlar los eventos culturales. Pasará así, de sopetón, de cientos de miles de nóminas al simple sueldo de dos funcionarios, puede ser como un tsunami en las estructuras del Estado. Claro que muchos de los asistentes al reparto actual se forrarán sin hacer nada, pero poco importa, porque el resto se lanzarán a la producción compulsiva sin que sea necesario perder un instante en solicitudes, trámites, pasillos, adulaciones, coitos anales interesados y demás estrategias pedigüeñas. Se acabará finalmente con el esfuerzo que supone tener que enfrentarse a toda clase de trabas que los propios burócratas colocan para justificar su existencia. Una sensación de libertad y democracia auténtica recorrerá el conjunto del territorio, y es muy posible que el método se plagie en otros sectores del comercio y la industria para su recuperación.

Como pueden comprobar, esta solución, algo drástica, no es ni socialista ni liberal. Ni de derechas ni de izquierdas, tiene un ligero toque de aquella estrategia rudimentaria que tanto apego y tradición tuvo entre los españoles y que se podía definir popularmente como: «Maricón el último». Aunque el procedimiento, y especialmente el léxico, está mal visto y en desuso, porque ya solo quedan gais. Mi solución no contempla ni primeros ni últimos, puedo asegurar que hay dinero a mansalva para todos incluso para los que hacen auténticas mierdas.

POSDATA.- La bufonada anteriormente escrita es por obra y gracia del señor Boadella, don Albert.


Al escrito de hoy, creo que le acompaña la canción «El titiritero»; la escribió el catalán Serrat hace 52 años dentro del disco «Paloma», su primer elepé en castellano.

De aldea en aldea
el viento lo lleva
siguiendo el sendero,
su patria es el mundo,
como un vagabundo
va el titiritero.

Viene de muy lejos,
cruzando los viejos
caminos de piedra.
Es de aquella raza
que de plaza en plaza,
nos canta su pena.

¡Alle hop!
¡Titiritero, alle hop!
de feria en feria.
Siempre risueño,
canta sus sueños
y sus miserias.

Vacía su alforja
de sueños que forja
en su andar tan largo.
Nos baja una estrella
que borra la huella
de un recuerdo amargo.

Canta su romanza
al son de una danza
híbrida y extraña,
para que el aldeano
le llene la mano
con lo poco que haya.

Y al caer la noche
en el viejo coche
guardará los chismes,
y tal como vino
sigue su camino
solitario y triste.

Y quizá mañana,
por esa ventana
que muestra el sendero
nos llegue su queja
mientras que se aleja
el titiritero.