Ha muerto José Sazatornil, «Saza». Era todo lo contrario a lo que hoy día se espera de un actor: ni era guapo, ni sexi, ni atlético, ni tenía una mirada que encandilase. Pero era un buen actor, y a mí me gustaba.
Hace poco pudimos verlo por la tele en «La escopeta nacional», y hoy mismo, para ilustrar una noticia, he puesto un fragmento de «Amanece que no es poco». Son dos de las películas donde Sazatornil destacó, pero en su larga carrera desde 1953 hizo de todo. Desde lo más malo, hasta iconos como los nombrados, y quizás sea eso lo que forma y da carácter a un actor: estar en todo tipo de escenarios.
«Saza» era cercano al espectador, porque hablaba con una voz muy clara, muy vocalizada, muy de actor de la vieja escuela. No le hacían falta muchas cursilerías para llegar a la gente, y te hacía reir con su extrema seriedad, algo difícil para la inmensa mayoría de actores actuales.
Se nos va una generación de grandes actores, como Alfredo Landa, José Luis López Vázquez o Francisco Rabal, por poner algún ejemplo, actores que pertenecían a esa clase de autodidactas que se tiraron al monte en unos momentos en los que el hambre castigaba los estómagos de buena parte de los españoles, en una posguerra dura y con pocas opciones.
Hoy los actores tienen otros problemas, pero no es el hambre uno de ellos, sino la masificación, la dificultad para encontrar un hueco en algo donde trabajar. Hace sesenta o setenta años años era actor casi el que se lo proponía, el que era capaz de enfrentarse a su familia y convertirse en un bohemio para ganarse la vida en unos escenarios necesitados de artistas. Era una vida casi tabú, silenciada por las familias, que consideraban denigrante la profesión de actor. En la actualidad, sin embargo, muchos se «hacen actores» porque viste, porque mola, porque creen que ligarán mucho.
A pesar de todo, tenemos buenos actores. Para mí no hay muchos, pero haberlos, haylos. Muchos mantienen esa esencia de los viejos actores, y eso les da un punto de sabiduría que mantiene su calidad.
Porque a veces, lo viejo no es sinónimo de malo. La experiencia de lo antiguo y el nuevo conocimiento forman el tándem de la excelencia, aunque se nos suele olvidar con demasiada frecuencia.