Les transcribo un artículo del gallego Julio Camba (1882-1962). Corresponsal de diarios en diversos países, persona de un marcado carácter independiente, reconocido gourmet, anarquista convicto, simpatizante del bando franquista en las crónicas que enviaba al diario ABC durante la Guerra Civil en España. Y algo muy exótico: odiaba la literatura.
El artículo está fechado, más o menos, en el año de 1935. No se publicó en el diario ABC, bien sea por la censura del Gobierno republicano o por la del propio periódico, para evitar posibles conflictos.
Tenemos una Constitución magnífica. Una Constitución con su buena libertad de cultos, y su buen sufragio femenino, y su divorcio, y sus autonomías regionales, y su secularización de cementerios y todo. Es una Constitución a la que no le falta ninguno de los adelantos modernos. Algo así como si dijéramos una Constitución con frigidario y calefacción central, cuarto de baño y cocina eléctrica. A mí me da la impresión de que, hasta tubos, muebles de tubos como las casas de los artistas de cine y los gabinetes de los dentistas. Cuando se hizo, no se pasó por alto ningún detalle. Si algún diputado había estado, por ejemplo, una vez en Berlín y había visto que los guardias llevan allí un pincho en el casco, revolvía Roma con Santiago para que las Constituyentes acordasen también dotar de pinchos a los guardias españoles. Todo lo que los diputados habían visto por ahí delante lo iban poniendo como podían en la Constitución, y si bien la mayor parte de ellos habían llevado una vida más sedentaria que viajera hasta que el señor Besteiro autorizó los pases ferroviarios, tampoco faltaban en la Cámara señores que hubiesen hecho alguna vez una temporadita de quince días en Biarritz o en Ibiza. Los catalanes, sobre todo, que, según podía colegirse por su oratoria, procedían en general del gremio de viajeros de comercio, es indudable que tenían mucho mundo y trabajaron con verdadero ahínco para dotar a nuestra Constitución de todos los perfeccionamientos posibles.
Pero la experiencia directa era, en último término, lo de menos. Recién constituidas las Cortes constituyentes, es decir, las Cortes que iban a constituirnos, se publicaron dos volúmenes, en donde aparecían, convenientemente traducidas al español, todas las Constituciones de Europa y todas las Constituciones del mundo, desde la más vieja, que es, por cierto, la de los Estados Unidos de América, hasta las más nuevas, flamantes y calentitas… Fue una gran idea editorial. Los diputados agotaron enseguida todos los ejemplares y se abismaros en su lectura con un arrobamiento para el que sólo puedo encontrar precedente en una anécdota del ex Rey don Alfonso de Borbón. Parece, según cuenta, el Marqués de Villaviciosa, que, durante una partida de caza mayor, don Alfonso se había separado de las restantes escopetas para instalarse en un puesto de acecho. Pasó una hora y se desencadenó una lluvia de carácter torrencial. Los cazadores entonces, preocupados por la suerte del rey, corrieron en su busca, y aunque junto al puesto de acecho había un refugio, el rey permanecía a la intemperie.
– ¿Pero no quiere abrigarse vuestra majestad? –le preguntaron.
– ¡Abrigarme! -repuso el rey-, ¿Es que está lloviendo?
– Está lloviendo torrencialmente, señor –le contestaron.
– Pues, la verdad –dijo el rey, mostrándoles un pequeño volumen- tan entusiasmado me encontraba en esta lectura, que no me di cuenta de nada…
Y, con su natural sencillez, les enseñó el título, que era como sigue: «Constitución de la República de Uruguay».
Los diputados de las Cortes constituyentes hubieran ignorado también la lluvia y el granizo en su entusiasmo por la lectura de los dos libros que acababan de publicarse en Madrid. ¡Había que oírles luego en el Congreso hablar de Finlandia y de Letonia, de Yugoeslavia y de Checoeslovaquia, como si hablaran de la cabecera del Rastro o de la Rambla de Canaletas, todo ello, además, por el módico estipendio de pesetas cinco! Y he aquí cómo en este viejo caserón que en España fue metiéndose toda esta pacotilla internacional de los pueblos sin historia: muebles de tubo, telas cursilonas, luces de colores…
No cabe duda de que nuestra Constitución tiene todos los adelantos modernos, pero al verla antes con su ley de Defensa de la República, y ahora con las otras leyes que sustituyen a ésta, yo recuerdo unos carteles que había en el ferrocarril subterráneo de Londres y que me hicieron siempre mucha gracia: «Se suplica encarecidamente de la amabilidad y cortesía de los señores viajeros –decían aquellos carteles en una letra muy pequeña- que procuren, en la medida de lo posible, abstenerse de escupir en los coches.» Y luego, en unas letras de a palmo, ponían: «MULTA: CINCO LIBRAS.»
27 años sólo que el uruguayo Jorge Drexler compuso la canción «Cara B». Versos que quieren explicar, a su compañera de sus situaciones de desconsuelo, de posibles quebrantos pasajeros.
Si cuando vuelves a casa
me ves sombrío,
dándole vueltas al vals
del desconsuelo,
ten compasión de esta falta de luz,
hoy soy una moneda que tiene dos lados de cruz.
Y si me notas lejos
estando a tu lado,
como una réplica mala
de lo que yo era,
tómate en broma mi salto mortal,
hoy soy sólo una copia y tú tienes el original.
No le hagas caso
a tanto misterio,
vos ya sabés la verdad:
que no hay nada peor para esta seriedad
que tomársela en serio.
Deja que hable
tu cercanía,
vos conocés la razón,
y no hay nada peor para este corazón
que una casa vacía.
Deja pasar
esta falta de fe,
este disco rayado que hoy
tiene sólo
cara B.