En cualquiera de sus formas, la violencia siempre es detestable. La violencia que se ejerce sobre las mujeres por sus parejas, o exparejas, todavía resulta más deleznable, ruín y cobarde.
España no es capaz de bajar el número de agresiones a mujeres, a pesar de las múltiples campañas de concienciación que se ponen continuamente en marcha por parte del gobierno, asociaciones y plataformas.
El problema, aunque tiene un claro componente cultural, no depende en exclusiva de ser más o menos inteligente, o más o menos culto. Muchas veces vemos, tras un asesinato, cómo los vecinos y amigos califican al agresor como una persona «normal», alguien de quien nunca hubiesen sospechado que fuese capaz de algo así… En el fondo, estoy convencido de que se trata más de una cuestión de educación desde la infancia, de esos «valores» que en estos tiempos desdeñamos porque parece algo antiguo y poco «avanzado» y que, equivocadamente, aun hay personas que asocian a la religión.
Nada más lejos de la realidad. Una educación adecuada, que haga distinguir al individuo entre el bien y el mal, que lo haga respetuoso con las personas y con su entorno, que fomente la solidaridad y que nos haga capaces de ponernos en el lugar del otro, desarrollará hombres y mujeres que difícilmente cometerán un crimen o, al menos, será infinitamente más extraño que lo hagan. Lo contrario, a priori, es un caldo de cultivo peligroso.
De ahí la importancia de la educación, no sólo la que los niños reciben en la escuela, sino la que viven cada día en su hogar. No podemos dejar en manos del profesor toda la responsabilidad de inculcar esos valores primordiales a nuestros hijos. El respeto se aprende viviéndolo.
Luego podemos intentar prevenir judicial o policialmente el desenlace fatal, pero ya será una lotería que el asesino encuentre el hueco y el momento para cometer su crimen.