Etapa 6 – 28 de abril de 2018
Sobre las siete y media, nos preparamos para una nueva etapa, aunque el solo hecho de ponerme las botas ya es un suplicio… Tomamos algo para desayunar en el bar donde nos registramos al llegar a Berducedo.
Ordeno a Martín y José que avancen y no me esperen. Tengo que ordenarlo, porque si no, no me hacen caso. Ellos llevan muy buen ritmo, y yo necesito ir parando a menudo. Ya no puedo seguirlos. Ni siquiera lo intento.
Cojeando, y solo, avanzo a un ritmo muy inferior al de los primeros días. No me pongo más meta que llegar al final de la etapa de hoy: Grandas de Salime.
Un desvío provisional, debido a las obras que se están llevando a cabo en un bosque que se quemó recientemente, me lleva hasta la ladera desde la que puede verse el embalse de Grandas de Salime. Una bonita vista, que me anima un tanto, en un día en el que voy un poco chof…
A pesar de ir con paso más bien lento, alcanzo a Marianela y su pareja, que han venido desde Argentina para hacer el Camino. Me cuentan que visitarán también Valencia, Madrid y Toledo, en los días que les sobren antes de emprender el regreso a su país.
Cuando alcanzamos la carretera, nos dirigimos a un mirador sobre el embalse, y allí están José y Martín, que han hecho algo tiempo… Desde ese punto, continuamos los tres, puesto que los otros argentinos han seguido andando. El trayecto continúa por la orilla de la carretera, y tras admirar las vistas del embalse y todas sus estructuras, subimos un trecho hasta llegar a un bar, donde hacemos un merecido alto en el camino. Nos sentamos al sol, y nos comemos unos bocadillos y una caña que me saben a gloria. Llega también Ukrania (Olga y Vasilis). Sobre todo al principio, cuando los nombres todavía no se nos quedan en la memoria, nombramos a los compañeros por su país: Ukrania, Polonia, Alemania… Conforme va pasando el tiempo, los nombres propios van sustituyendo al de los países, pero es un buen método para ir identificando a los compañeros.
¿Qué decir de mis pies…? Pues poca cosa. Sólo que me están matando. Cuando emprendemos la marcha, empiezo a ser consciente de que puedo estar viviendo mis últimas horas en el Camino. No hay quien soporte esta penitencia… Ni el ibuprofeno me hace efecto ya.
Mis amigos están preocupados por mí. Saben cómo me encuentro, y procuran animarme como pueden. ¡Buena gente! Ellos también me dan fuerza.
Caminamos junto a la carretera unos kilómetros, y poco antes de entrar de nuevo a una senda, me descuelgo de los argentinos. No falta mucho para Grandas de Salime, pero tengo que parar cada pocos metros. A 200 metros, empieza a llover con fuerza, aunque logro refugiarme en el porche de una casa. Aguanto allí unos minutos, y salgo cuando empieza a flojear la lluvia.
Al entrar al pueblo, pierdo la señalización, pero tras preguntar, llego enseguida al albergue municipal, donde Martín y José acaban de terminar su inscripción. Procedo a hacer lo mismo, y me instalo en un albergue que está bien acondicionado, y cuyos hospitaleros, muy jóvenes, se esfuerzan por hacerlo muy bien. Y lo consiguen.
Le pregunto al chico por una farmacia, y me dice que va a consultar los horarios, y que en cuanto lo sepa, me lo dirá. Efectivamente, poco después me indica el horario de la farmacia, y la dirección.
Estoy deshecho. Sencillamente, no puedo andar. Hablo con mi mujer por teléfono, que ya sabe que estoy teniendo problemas, y está dispuesta a venir con el coche a por mí. Me niego rotundamente… Mis padres, mis hermanas, mis hijos… Todos me dan ánimos, y unos me dicen que pare un par de días, otros que adelante en taxi un par de jornadas… Mi forma de entender el Camino sólo admite dos opciones: o llego a Santiago andando, con mi mochila, o vuelvo a casa, y lo intentaré en otro momento.
Lo de ir a una farmacia casi lo hago por instinto. No sé si necesito algo, ni tampoco sé qué ponerme ya en los pies. En mi desesperación, salgo a la calle, lloviendo y sin protección alguna. Me da todo igual.
Cuando estoy llegando a la farmacia, veo a un señor en la calle, y se me enciende una lucecilla en la mente. «¿Tienen centro de salud aquí?», le pregunto. «¡Sí, señor!», me responde. Y me indica, muy amablemente, cómo llegar al mismo.
Cuando llego al centro de salud, compruebo que está cerrado. Se me cae el alma a los pies, nunca mejor dicho. Miro por los alrededores, pero no veo a nadie. Me doy la vuelta, y ya no sé si ir a la farmacia, o al albergue. No llevo ni diez pasos, cuando me detengo, me giro, y contemplo de nuevo el edificio. Sigue lloviendo y me estoy calando, pero no me doy cuenta. Sigo mirando el centro de salud y, sin saber por qué, vuelvo hasta la puerta.
Sigue cerrada, lógicamente. Y no hay timbre. Miro al interior, y no veo a nadie. Pero hay un coche en la puerta, y algo me dice que no me vaya de allí, así que miro por el otro lateral del edificio. Descubro una pequeña puerta, y me acerco. Hay un timbre… Con pocas esperanzas, toco.
Enseguida, aparece un chico joven. Abre, y le pregunto si hay alguien de guardia… «Claro, yo soy el médico, y hay una enfermera también… ¿Qué necesitas?». ¡Qué alegría! Le empiezo a contar, y enseguida me entra a una sala, donde empieza a curarme. El doctor es muy amable y agradable, y en ese momento me empieza a subir la moral. Aunque todavía no me ha hecho casi nada, me encuentro hasta mejor.
Me explica que llevo unos daños considerables, pero que no son de gravedad (vamos, que no hay que amputar… de momento). Me dice que debería parar dos o tres días… «Pero no vas a hacerme caso, ¿no?», me pregunta. Con mi mirada es suficiente respuesta, así que me dice qué tengo que hacer, y cómo curarme y proteger los dedos durante los próximos días. También me dice que mis botas son las culpables, ya que la forma de las mismas me está apretando los dedos lateralmente. En ese preciso instante tomo una decisión: voy a tirar mis botas en el primer contenedor que encuentre.
Con los pies curados y protegidos, y con el material para hacerme curas que me ha dado el doctor, me voy mucho más contento de lo que llegué. Me acerco a la farmacia y compro algunas cosas más que me sirvan para proteger mis pies, y regreso al albergue.
Busco a mis amigos argentinos, que están en un bar con Alicia y su padre, y tomo un vino con ellos. Más tarde, cenamos Martín, José y yo. Una cena estupenda, pero que me sabe, pese a mi visita al médico, a despedida… He decidido tirar las botas, y hacer el camino con las chanclas que llevo para estar por los albergues después de cada etapa, pero no estoy nada convencido de que esa decisión me lleve hasta Santiago de Compostela. ¿Me dolerán más los pies? ¿Resistirán las chanclas las zonas de piedras, barro, fuertes subidas, descensos con mucha grava…? ¿Me saldrán nuevas ampollas? ¿Me entrarán piedras al pie constantemente? Muchas dudas…
La noche la paso casi en vela.
Los Albergues
Los albergues del Camino Primitivo son cada vez más, y mejores. La red de albergues privados, sobre todo, ofrece unos servicios muy buenos, y un trato al peregrino excepcional, en general.
Los precios varían entre los 5 ó 6 euros de los municipales (ya no es la voluntad, como antaño, ya que, al parecer, la voluntad era corta…) y los 10 ó 12 de los privados.
Sin embargo, los albergues municipales se están quedando un poco atrás, en algunos casos. Un ejemplo es el albergue municipal de Lugo, que pese a contar con un buen número de literas, no está en consonancia con el resto de servicios, ya que los aseos y duchas dejan bastante que desear, tanto en número como en condiciones, y yo les daría un aprobado raspado. En los municipales de Borres y O Pedrouzo no había agua caliente. En el primer caso, se estropeó el calentador y el ayuntamiento no lo arregló demasiado rápido. En el segundo, simplemente se gastó el depósito de agua, lo que indica que no está muy dimensionado a las plazas que ofrece.
Vuelvo a romper una lanza en favor de los privados. Por unos pocos euros más (4 ó 5 euros de diferencia), los privados son más cómodos, suelen contar con lavadora y secadora, tienen horarios de entrada y salida mucho más flexibles, aseos muy cómodos, menos literas por habitación y detalles como, por ejemplo, que la altura de las literas es mayor, lo que evita muchos golpes en la cabeza a los que están en la parte inferior.
En cualquier caso, se puede decir que los albergues del Primitivo cumplen su función. Son menos que en el Francés, pero es posible encontrar alguno en casi cualquier combinación de etapa que hagas, salvo, claro está, en los 30 Kms. de la Ruta de Hospitales, la zona más inhóspita del Camino.